CUENTO DEL MES






JUSTICIA.
Ilustración: Romaguera Illustrations

Miré la botella que el camarero acababa de dejar descuidada sobre la barra después de servirme el trago que le había pedido, un tipo con la sangre atiborrada de alcohol le llamaba a grandes gritos y era necesario hacerle callar. El contenido de la botella era un líquido de color dorado, ambarino, la etiqueta proclamaba que era whisky pero su sabor recordaba al detergente que usan en la India para limpiar la mierda de vaca.
Supongo, en realidad yo nunca he estado en la India, no sé si usan detergente para limpiar la mierda de vaca y  ni siquiera sé si no es preferible dejarla secarse al sol y luego cubrirla de flores. En realidad, cuando lo he dicho, solo pretendía que se hiciesen una idea.
Iba ya por el tercer trago.
El tugurio se llama “Inspiración”, estaba situado en una de esas calles de un barrio decente y poco iluminado, una de esas calles que si estuviese en un barrio malo se mostraría alegre y bulliciosa pero en un barrio como aquel a las once de la noche estaba tan animada como el entierro de un sin papeles.
En realidad “Inspiración” era una barra americana con pocas aspiraciones.
Ni se les ocurra preguntarme la razón de que un lugar como aquel se llamase así.
Imaginemos que antes de que llegase las putas era el local donde se reunían las poetas veteranas del barrio. De donde llegaron las putas no lo sé.
No le demos más vueltas.
Dos chicas de risa fácil y ojos de mirada dura ya me habían dejado por imposible, convencidas de que era impotente, o lo que era peor: no tenía dinero ni para  que me hiciesen una modesta paja en el cuarto trasero donde recibían a los que si tenían dinero y deseos de que le hiciese una paja la musa de su elección.
Yo lo que deseaba era que mi vida cambiase. Yo soy uno de esos tipos que sin mala suerte no tendría suerte en absoluto.
Decidí que por aquella noche ya tenía bastante, con lo que me había gastado en aquella barra de mierda podría ir a la gourmeteca del Corte Inglés y llevarme un par de botellas de un malta de quince años.
De pajas nada, sin embargo, en El Corte Inglés son muy serios.
Salí a la calle andando con la suficiente dignidad para que si pasaba el camión de recogida de basuras no se parase a recogerme. En la bocacalle oscura de un callejón situada a diez metros de la entrada del local un tipo sentado en el suelo se cogía la pierna con expresión de dolor.
-Colega, por favor, ayúdame a levantarme.
Tenía unos brazos gruesos y sucios, se peinaba con una coleta rubia cogida con una goma en la parte anterior de la nuca, iba correctamente vestido con unos tejanos y camiseta de marca cara, en conjunto la clase de persona que sabes debes ayudar aunque solo sea para tratar de que te traspase algo de suerte por contacto. Al acercarme comprobé que los brazos no estaban sucios, los llevaba tatuados con una enorme cabeza de león coronada con una diadema de seis puntas que hubiese hecho palidecer de envidia al Rey Arturo.
Me acerqué y le tendí la mano.
-Gracias,-dijo sonriendo.
Tenía sonrisa de actor de película romántica.
Algo me golpeó en la nuca. Quizás una excavadora. Lo único que se me ocurrió pensar fue en los golpes que vendrían a continuación, la noche acababa de empezar y Dios siempre está atento para joder a los imbéciles como yo.
Además, ya les he hablado de mi suerte.
Caí al suelo hecho un ovillo. El fulano que acababa de salir del portal vecino y me había golpeado con la excavadora me dio la vuelta para poderme patearme el estómago con mayor facilidad. Le vi de refilón, era un negro grande, joven, quizás un futbolista en ciernes por la forma en que me pateaba.
-Venga cógele la cartera y acabemos pronto,-dijo el de la coleta, quien por cierto parecía haber sanado de forma repentina y se había levantado con meritoria agilidad. El negro se agachó, metió la mano en el bolsillo trasero de mi pantalón y me cogió la cartera, luego me sacudió una bofetada que hizo que mi cabeza rebotase contra el suelo.
-Gracias dijo el rubio acercando su cara a la mía. Olía a marihuana.
Le agradecí la educación. El puñetazo que me dio para dejarme prácticamente sin sentido no tuve ánimos para agradecérselo.
Cuando recobré el conocimiento pensé que era posible que, en aquel momento, estuviesen en el “Inspiración”, financiándose una paja con mi dinero.
No me atreví a entrar y comprobarlo.
El principio de borrachera se me había pasado por completo, lo había sustituido un fuerte dolor que se expandía por todo el cuerpo. Curiosamente andaba peor que antes.
El cuartelillo de los Mossos de Escuadra estaba muy cerca, entré y le dije a una agente que me acababan de dar una paliza y me habían robado. Describí a los dos tipos.
Mientras hablaba la mujer me miraba tratando de recordar en que celda me había visto encerrado por cometer un delito de sexo. Se apreciaba que era una agente plenamente consciente de su papel en la sociedad.
-Ya,-dijo la agente, les conocemos, han montado su chiringuito a la salida de la barra americana, siempre sale algún borracho y es presa fácil. Iba usted borracho, supongo.
-No.
Una media mentira venial que no me llevaría al infierno.
-Ya,-dijo con cara de “eso se lo cuentas a tu mujer que la pobre debe estar en casa sufriendo.
-Soy soltero,-dije sin pensar.
-¿Como?.
-Nada, no era una proposición de matrimonio.
-¿Como?.-repitió la agente acariciando con la palma de la mano la porra reglamentaria.
-Oiga, y si les conocen a ellos y a su forma de actuar ¿por qué no les detienen?.
-Les tendríamos que pillar en el momento preciso del asalto, y sin pruebas...
-Tienen mi testimonio.
-Usted dice una cosa, ellos dicen otra, si no les pillas en el momento...
-Tienen mi cartera, allí estarán sus huellas.
-Su cartera en este momento ya está en la alcantarilla, tendrá suerte si recupera los documentos de identidad, del dinero y las tarjetas de crédito ya se puede olvidar. Y las huellas dactilares... Estamos hablando de un vulgar asalto, sin apenas daños físicos en la víctima. Y además, disculpe esto no es el C.S.I.
-¿Que pasaría si un día pasa una mujer y la violan?,-lo cierto es que la pregunta era francamente innecesaria, pero soy un tipo muy reactivo. Y sinceramente ella no había hecho el más mínimo esfuerzo por ocultar en que terreno nos movíamos.
-Difícil, las mujeres no vamos a estos sitios de mala nota como el del que salía usted, las únicas mujeres son las que trabajan allí y les tienen que aguantar a ustedes a falta de mejor cosa que hacer. Pero vaya en caso de suceder eso sería un delito grave,- me dedicó una sonrisa que decía:”jodete, machote”.
- Quiere usted presentar denuncia?,-añadió a la sonrisa.
-No, supongo que sería una molestia para todos.
-Yo le aconsejo que pase por un hospital y diga que se ha caído por las escaleras, si les cuenta lo que le ha sucedido igual nos llaman a nosotros y volveremos a empezar.
-Claro, eso sería un inconveniente.
Cuando salí del cuartelillo me encogí mentalmente de hombros: si a un asesino le soltaban a los doce años de estar en la cárcel, a dos tipos cuyo único pecado era forrar a hostias y desvalijar a un fulano con mala suerte como yo ¿qué podía esperar que les hicieran?. La agente que me había atendido tenía razón, lo mejor que podía hacer era irme a casa y tomármelo con calma.
Pasé por un hospital, le dije al médico que me atendió que me había caído por las escaleras. Me dijo con la mirada que aun tenía la forma del zapato en el estomago.
-¿Cuantos escalones,-preguntó?.
-Dos,-respondí sintiéndome comprendido.
-Tienen muy mala leche los escalones de su casa, vaya con cuidado,- me advirtió.


Deje pasar un fin de semana y el fin de semana siguiente, ya bastante recuperado, me embarqué en un autocar con rumbo a Andorra La Vella. El dependiente de la armería que me atendió cuando le pedí un teaser me preguntó de que potencia le quería.
-La suficiente para dejar flipada a una vaca india,-no me podía quitar de la cabeza como había empezado aquella noche.
-Máxima potencia entonces. Vaya con cuidado no le de en un ojo, una vaca tuerta no le serviría para mucho,-dijo el dependiente obsequiándome con una sonrisa de colega que sabe que compartimos el mismo sentido del humor.
-No tiene importancia, en cuanto esté flipada pienso degollarla.
El fulano me miró con una nueva expresión.
En aquel momento me hubiese venido bien un espejo para comprobar si mi expresión era suficientemente explicita para confundir al dependiente.
Estuve a punto contarle que yo no era capaz de degollar a una vaca y que al fin y al cabo la cosa no había sido para tanto.
De regreso a Barcelona entré en mi casa encantado con mi adquisición. Dejé la caja junto a la herencia de mi abuelo Ricardo. Luego me senté delante del televisor con un vaso de whisky de malta envejecido en barrica de roble que había contenido vino oloroso. Según la etiqueta garantizaba una antigüedad de quince años y un bouquet excelente, nada de sabor a detergente para limpiar mierda de vacas indias, aquello era ya solo un mal recuerdo.
La herencia de mi abuelo, un hombre pobre de solemnidad pero que adoraba a su nieto, era un cuchillo de caza con una funda de cuero repujado hecha a mano por el mismo. Lo cuento como un homenaje a mi abuelo Ricardo quien era un hombre especialmente mañoso. Su problema fueron los tiempos que le tocaron vivir. Vete a saber si no me dejo también como herencia la mala suerte que acostumbra a acompañarme.
No fue hasta la tercera noche de pasar frente al callejón próximo al “Inspiración” que escuche la voz lastimera que me decía: -Colega ayúdame, no puedo levantarme,-el tipo del tatuaje del león se cogía la pierna como si le doliese mucho.
En la oscuridad el tatuaje del brazo seguía pareciendo suciedad. El tipo estaba más adentrado en el callejón que la noche en que me sorprendieron, sobrepasaba la entrada donde estaría escondido el otro, lo cual quería decir que el negro saldría directamente por mi espalda en cuanto yo sobrepasara su posición y me acercara al colega de la coleta, que por cierto se veía más crecida. Entre la coleta y los tatuajes aquel fulano debía tener éxito con las mujeres, además si no me engañaba la memoria tenía unas facciones regulares muy agradables, y una sonrisa de lo más amigable.
Entré en el callejón con el teaser en la mano, el brazo colgando a lo largo del costado de forma que fuese casi imposible verle. No se escuchaba el más mínimo ruido aparte de un gemido lastimero de mi amigo Coleta. El negro debía estar conteniendo la respiración.
En cuanto pasé el portal me detuve, como si pensara la mejor forma de ayudar a Coleta, y escuché, un leve roce me indicó que el negro acababa de salir del portal.
Me giré y le planté el teaser en un ojo y apreté el disparador. El aullido que soltó debió escucharse desde Caceres así que debía darme prisa.
-Qué coño,- dijo Coleta.
Me agaché junto a él y le rajé el cuello con un movimiento rápido. La sangre comenzó a brotar de inmediato, él trataba de gritar o pedir socorro pero lo único que lograba era gorgotear de forma lastimosa mientras se moría.
Aquel ya estaba listo de papeles.
Me acerqué al negro que se tapaba el ojo y gemía, le cogí del pelo tiré hacia atrás y le abrí la garganta de un solo tajo.
El charco de sangre era ya escandaloso, los dos pataleaban débilmente, cada vez más débilmente, calculé que en muy pocos minutos ya no se moverían.
Pero no me quedé a comprobarlo.
Salí corriendo.
Aquella noche tardé en dormirme.
Es lo que tiene la adrenalina.
Y toda aquella sangre, joder.
El ser humano no es capaz de ser discreto ni cuando se muere.
¿Qué si estaba arrepentido por haber acabado con la vida de dos seres humanos?.
Si, un poco si.
La policía se presentó en mi casa al día siguiente.
Más tarde me enteré de que una cámara de seguridad que había puesto “Inspiración” hacía pocos días, siguiendo la recomendación de los Mossos, quienes temían que alguna de las chicas pudiese ser atacada por algún desaprensivo cuando acababa su turno de trabajo, me había filmado saliendo del callejón.
Ya lo he dicho antes: si no fuese por mi mala suerte no tendría suerte en absoluto.
En un juicio bastante aburrido, al que los medios le prestaron poca atención ya que coincidió con otro por los insultos que había recibido una bailarina de la danza del vientre por parte de un cliente y que se llevó toda la atención de los medios de comunicación y de las asociaciones feministas, en el que la acusación se topó con el muro de la defensa propia por mi parte y no pudo enviarme a la cárcel por más de siete años, aun así apoyado por mi poco discutible uso de fuerza innecesaria.
Resumiendo: siete años por hacer uso de la herencia de mi abuelo.
Afortunadamente el Ministerio de Hacienda, después de profundos estudios, no pudo encontrar el argumento legal para multarme por no declarar los bienes de mi abuelo Ricardo.
Me encerraron, claro.
En la cárcel, a la gente que tiene los redaños de cargarse a dos fulanos degollándolos se le tiene el respeto debido, allí los cojones, la mala leche y la falta de empatía puntúan. Me tenían miedo y yo, por pura conveniencia, no les conté que en realidad soy un tipo inofensivo que aquella noche actuó desaforadamente a causa del enfado que me bullía en el interior del alma. El enfado era debido en un cuarenta por ciento al atraco en si y el sesenta al trato recibido por la agente de los Mossos que me atendió cuando fui a presentar la denuncia.
Más o menos, claro, no se lo tomen como una ecuación exacta.
Me asegura mi abogado que la herencia del abuelo Ricardo la puede considerar perdida.   


  






                                                BALAS Y CARMIN.-


Los casquillos de las balas que habían acabado con la vida de aquel tipo estaban en el suelo, rodeaban su cadáver, eran cuatro y parecían dispuestos para la foto, dos de ellos junto a los talones del muerto, los otros dos cerca de las manos aun no afectadas de rigor mortis, aunque ese detalle no era el que llamaba más la atención.

La atención de todos nosotros estaba prendida en el hecho de que cada uno de los casquillos mostraba una huella de carmín.

Como si los hubiesen besado antes de depositarlos en el suelo.

Carmelo dijo que aquello era obra de una mujer.

Carmelo es un tipo sagaz que las caza al vuelo y a quien no le importa compartir sus brillantes deducciones con nosotros.

El comisario Hernández que se la tiene botada pero que se la envaina porqué Carmelo es el cuñado de un alto cargo le dice que se encargue él de detener a todas las mujeres de la ciudad, y que si alguna declara estar en posesión de un arma de fuego que le lea sus derechos.

-¿Y que hacemos con las mariconas?, en este barrio hay muchas, -dice Paulino que es el cachondo oficial de la comisaría.

-¡Coño, en esas no había yo caído!, -responde el comisario tratando de componer una expresión de seriedad. -Carmelo, ¿cree usted que le dará tiempo para dedicarse también a los homosexuales.

Carmelo duda si debe contestara afirmativamente y agradecerle al comisario la confianza o disimular para mantener su dignidad a salvo. Carmelo es un tipo que maneja las dudas con verdadera pericia. Aunque solo sea porque tiene muchas.

En este caso opta por hacer un leve movimiento afirmativo con la cabeza mirando al empapelado de la pared. Flores rojas sobre fondo blanco, un horror.

El cadáver es el de uno de esos tipos a los que la muerte no les sienta bien y da la impresión de mostrar su rechazo ante nuestras impertinencias. Pero no es eso, simplemente es que le cuesta encontrar el camino hacia la luz, o le han matado en un mal momento y la luz está fuera de servicio y cada muerto debe valerse por si mismo para encontrar el camino.

El comisario Hernández se agacha con cuidado para no pisar con sus enormes zapatones las marcas de tiza que dibujan la figura tendida en el suelo, aunque de todas maneras las pisa.

Afortunadamente al tipo al que la muerte no le sienta bien no parecer importarle. Debe ser complicado buscar una luz que te guíe por un territorio tan arisco como el más allá.

El comisario Hernández le dice a Paulino: -no creo que estas marcas de carmín las hayan hecho unos labios de mujer.

-¿De maricona, pues?, -tantea Carmelo deseoso de marcarse un tanto con el comisario.

Maricona, tu madre, piensa el comisario mirando por el rabillo del ojo a Carmelo, pero se lo guarda para si por aquello del cuñadazgo con el alto cargo, quien según los rumores puede llegar a ministro. Y entonces si que la hemos parido muerta.

Y veremos quien la entierra.

Paulino se agacha al lado del comisario y da su opinión: -aunque el asesino las haya besado, por la misma forma del casquillo no quedará una marca de labios nítida, aunque por el simple hecho de que los haya tiznado con carmín apunta a un crimen pasional.

-O a que alguien pretenda que parezca un crimen pasional en lugar de un ajuste de cuentas o cualquier otra cosa.

-Si, claro, pues usted dirá por donde empezamos -Paulino piensa que lo mejor es esperar ordenes, donde hay patrón no manda marinero y además si se equivoca el comisario siempre puedes pensar que tú lo habrías hecho mejor, en caso de equivocarte tú no hay duda de lo que pensaran. Y al contrario de lo que la gente cree, en cuestión de cagadas la magnitud de la equivocación crece conforme el rango del autor disminuye.

Carmelo dice: -deberíamos empezar a interrogar al vecindario y a los familiares, especialmente a las mujeres.

-Y a las mariconas, -remacha Paulino.

-Si, también, pero eso lo hará Paulino, ordena el comisario, usted Carmelo dese una vuelta por el barrio, deje cien metros a la redonda para Paulino y a partir de ahí interrogue a quien le parezca sospechoso, luego prepare un informe y déjelo encima de mi mesa.

Carmelo sale a la calle, junto a la puerta un grupo numeroso de vecinos y curiosos se apiña en la puerta del edificio. Un muerto a balazos no es cosa que se vea todos los días por aquello andurriales y por una vez que tienen uno no es cosa de perdérselo, algún que otro navajazo poco diestro si se da por allí, pero no hay comparación con un muerto a tiros.

Y eso que aun no se han enterado de lo del carmín. Nunca se sabe como se enteran de este tipo de detalles, pero lo hacen.

Y entre lo que saben y lo que se inventan sale cada historia de la hostia.

Carmelo mira a los curiosos con envidia.

Si se los dejasen a él no tardaría demasiado en desentrañar el misterio, Paulino es un tipo sin empuje y el comisario un amargado, pero ya le llegará a él su hora y le reconocerán sus méritos.

Paulino sale en aquel momento y se dirige hacia el grupo de curiosos, se pone a hablar con ellos, señala a uno y le hace señas de que no se aleje. Es una mujer de cuerpo esbelto, aunque solo de cintura hacia arriba, las piernas y el culo provocarían la envidia de un luchador de Sumo, los pantalones bombachos hasta la rodilla acentúan lo grotesco de su figura, aunque a ella no parece importarle, se recuesta en la pared, enciende un cigarrillo y espera pacientemente a que paulino vuelva a dedicarle la atención, otros integrantes del grupo la miran con envidia.

Todos aspiran a un momento de gloria, por dar su opinión, vengarse de alguien si llega el caso, hablar delante de un micrófono.

Y si un cámara de televisión le está grabando, ¡joder macho! A todo color y en HD si hay suerte.

Paulino cruza su mirada con la suya y le parece que hay una sombra de burla en aquella mirada. Lo difícil es saber si es por la mujer de la figura grotesca o por haber sido él quien interrogara a los testigos más prometedores.

Carmelo se dirige a Las Ramblas, justo el lugar donde se termina el dominio que el comisario ha asignado a Paulino y puede él interrogar a quien le plazca.

A un montón de guiris por ejemplo.

En la entrada de un callejón un tipo con la tragedia de su infancia impresa en el rostro le explica con la mirada que le molerá a palos si no alivia su dolor con el contenido de su billetero.

Le enseña la placa y al tipo le surge un imperioso deseo de estudiar el alumbrado público.

Es cojonudo ser policía, lo malo del oficio son los Paulinos y los Hernández que parece que disfrutan jodiendo, - piensa Carmelo.

Se dirige caminando lentamente hacia el mar acompañando al último rayo de sol va resbalando por el suelo procurando de desaparecer en silencio. Una de las estatuas humanas con un extravagante disfraz de guerrero de algún lejano planeta, trata sin demasiado éxito de llamar la atención a un grupo de adolescentes alborotadoras.

Le joden las estatuas humanas y si tienen la imaginación averiada como la del guerrero de la lejana galaxia aun le joden más,

No soporta a la gente sin imaginación.

Algo más lejos otra estatua humana hace algo la mano cubierta por una tela verde, tal vez una rana, terminada en una boca de labios gruesos embadurnados de carmín, agita la mano ante los paseantes, les amenaza con besos del monstruo verde con la boca pintada de carmín.

Algunos le ríen la gracia, otros se apartan con algún chillido de falso pavor, el tipo con la mano libre les tiende un sombrero que da la impresión de no haber sido nunca nuevo.

Carmelo lo mira sin el menor rastro de simpatía y se aleja cabizbajo, piensa a quien va a interrogar.

Y mientras el pierde el tiempo entre la marea de guiris Paulino estará allá en la puerta del lugar del crimen, rodeado de sospechosos.

Suerte puta, así no hay manera de demostrar la valía que está convencido que posee.

Ahora el tipo de la boca pintarrajeada adorna los movimientos con húmedos ruidos que pretenden imitar un beso.

Carmelo aprieta el paso alejándose, tiene ganas de romperle la cara al imbécil de los besos. Siente el urgente deseo de buscar un trabajo donde sus aptitudes sean valoradas.

El problema es que siempre ha pensado que su vocación es servir a la sociedad.






VIOLENCIA DE GENERO (ALEVOSÍA Y PREMEDITACIÓN).-

Aquella mañana se despertó con la acidez de estómago que acostumbraba a tener en los últimos tiempos, nada nuevo en realidad, su trabajo, cuando trabajaba le había dejado como recuerdo una gastritis crónica, la diferencia en todo caso estaba en la intensidad. Cosas de la edad decía él.
Se metió en la ducha y el agua salió mucho más fría que de costumbre. De vez en cuando pasaba cuando su esposa se duchaba primero, le daba la impresión de que hacía lo posible para agotar el agua del depósito calentador y él se viera forzado a ducharse con agua fría. Él hacía tiempo que sugería cambiar aquel depósito, tan antiguo como el propio piso donde vivían, por otro de mayor capacidad, aunque siempre se encontraba con la oposición de su esposa. Así que la solución consistía en levantarse primero y ducharse con agua caliente. Le molestaba sobremanera levantarse pronto, había trabajado duro durante toda una vida y ahora llegada la jubilación le gustaba darse los pequeños caprichos que nunca pudo concederse, por ejemplo levantarse cuando el sol ya hacía rato que alegraba el día.
Al ducharse siempre procuraba que quedase la suficiente agua caliente en el depósito, al menos ella nunca se quejaba de haber tenido que ducharse con agua fría.
Esa y otra serie de pequeñas cosas eran las que hacían que él tuviera la impresión de que su mujer se esmeraba en hacerle la vida lo más incomoda posible. Claro que ella debía tener la misma impresión que tenía él. Son las alegrías de una vida en común que se alargaba ya por casi cuarenta años, se habían casado cuando él tenía treinta y dos años, ahora tenía setenta y uno, ella era algo más joven, estaba a punto de cumplir los sesenta y nueve.
En la cocina ella estaba viendo uno de esos programas de televisión que explotan todas las cadenas a lo largo de una buena parte del día, los podías ver a cualquier hora en una u otra cadena. En ellos pretendidos famosos y una panda de freakis, homosexuales la mayoría de ellos, se despellejaban para mayor gloria del espectador.
Odiaba aquellos programas de mierda.
-Buenos días, -le dijo al entrar en la cocina.
-Buenos días ¿has dormido bien esta noche?, -le respondió ella.
-Si, las molestias acostumbradas, poco más.
-Ya, las molestias de la edad, ya sabes.
-¿Qué dice hoy la Belén, se separa de nuevo?.
-Oye no empieces con tus quejas de siempre, deja ya de meterte con los programas que a mi me gustan. ¿Me he metido yo alguna vez con tus partidos de futbol?.
-¿Alguna vez, dices?. ¡Hostia puta!, pero si no has dejado de hacerlo en los últimos treinta años. De acuerdo que antes no tenías la contrapartida de los programas basura que tienes ahora…
-Eres un machista de mierda, apestas.
-Pues pide una orden de alejamiento, diles que te maltrato, los vecinos pueden atestiguar que de vez en cuando se escucha en esta casa un partido de futbol.
-Si solo fuera eso…
-¡Ah, claro! está aquella borrachera que cogí hace ventiocho años en la boda de la loca de tu hermana, aunque si no recuerdo mal no te pegue, solo pretendí hacer el amor contigo.
-Y yo afortunadamente me negué.
-No exactamente, me dijiste que no te daba la gana, que te violase si tan caliente iba.
-Y no lo hiciste, claro. Ibas tan borracho que ni siquiera se te hubiese levantado, aunque claro para eso no te hace falta ir borracho.
-Te daría una hostia con el mayor de los placeres.
-Ni para eso eres suficientemente hombre.
Él se largó de la cocina dando un portazo que hizo que las delgadas paredes temblaran. Se sentó en el comedor y prendió el televisor, empezó a pulsar frenéticamente el mando buscando algún programa de su gusto. Encontró tres programas de los que le gustaban a su esposa, un montón enloquecedor de anuncios y dos programas más en los que unos políticos de tendencias opuestas se peleaban como verduleras enceladas por el amor del dueño de la carnicería. Decidió poner el Teletexto de la Uno: en Nacionales se enteró de que la violencia de genero había subido en el último año un quince por ciento y que la Ministra de Igualdad había anunciado que iba a presentar al Senado, para su aprobación, una ley que castigaba con mayor rigor a los hombres que maltrataban a sus esposas.
Encontró a faltar el anuncio de una ley que castigase con mayor rigor a las mujeres que maltrataban a sus maridos. Relacionó ambas situaciones con la captura de votos por parte del partido gobernante y le salieron las cuentas.
Pero no le consoló en absoluto.
Desde la cocina le llegaron los gritos de los freakes del programa que estaba viendo su mujer, apagó el televisor y se encerró en su despacho.
Las sienes le palpitaban enloquecidas y la acidez de estomago le estaba matando. Masculló un par de maldiciones en voz baja, luego las repitió en voz alta y algo le alivió, pero no mucho si hemos de ser sinceros.
Intentó una serie de respiraciones profundas que no le sirvieron de gran cosa, pensó que lo que le apetecería sería darle una tunda de palos a su mujer. Tal como lo pensó se avergonzó y se sintió cubierto de una capa espesa de indignidad.
Probó con hiperventilarse y algo pareció mejorar en su estado de excitación, pero seguía pensando que se sentiría bien si le daba una tunda de palos a su mujer.
Sintió unos irrefrenables deseos de llorar.
Desde hacía algún tiempo tenía las lágrimas fáciles.
Estalló en un llanto sordo. Trataba por todos los medios de reprimir los sollozos para que su esposa no los oyese desde la cocina, únicamente permitió a sus hombros moverse convulsamente y poco apoco se fue calmando.
Era en momentos como aquel cuando tendía a la introspección y sentía deseos de volver la vista atrás en el tiempo, aunque normalmente no lo hacía. Hay gente que se considera valiente por no mirar nunca atrás, si él no lo hacía no era para sentirse valiente, no quería darse cuenta de que lo único que le venía a la mente era la terrible sensación de que aparte de una relación vacía no había gran cosa más.
En estos casos se consolaba pensando que a su esposa le sucedería exactamente lo mismo. También pensó que el consuelo que proporciona la incomodidad ajena es un consuelo muy pobre.
En aquel momento no era capaz de encontrar otro.
Lo mejor sería que se largase a la calle durante un buen rato.
-Me voy,- le dijo a su mujer que seguía en la cocina.
-¿Y quien traerá las garrafas de agua que tenemos pedidas a la bodega?, sabes de sobras que yo no puedo con ellas.
-Ya las traeré yo, pero haz el jodido favor de no decírmelo de esta manera, que parece que me niegue a traerlas.
-Ya te dije que hoy se tenían que ir a buscar.
-Pues muy bien, me lo dijiste y no me acordaba, así que me lo recuerdas y las voy a buscar. Además podías haber quedado como una señora esperando a ver si me acordaba, el día aun no ha terminado.
-No, si al final voy a tener la culpa yo de que tú estés medio gaga y no te acuerdes de las cosas. Mira que es malo eso de hacerse viejo.
-Me parece a mi que hoy te has levantado muy borde.
-Borde lo será tu madre.
-Mira no juegues con tu cara que hoy me he levantado con un malestar grande y puedo darte el par de hostias que no te he dado nunca.
-¿Qué te pasa con ese malestar?.
-El estomago.
-Igual cualquier día de estos te mueres.
-Parece que lo estés deseando.
-Quedaría bien yo de viuda, además aun no soy tan vieja para que alguien mejor que tú se fije en mi y me haga feliz, algo que tú no has sido capaz de hacer en todos esos años de matrimonio.
-Eres una mala puta.
-Putas las que frecuentas tú.
-Pocas y cuando he ido ha sido porqué no tengo una mujer que se digne hacer el amor conmigo.
-Para eso necesito yo un hombre, tú no sirves.
El hombre la agarró del brazo y la sacudió con fuerza, ella cogió el cuchillo largo y afilado con el que había estado troceando la carne y lo levantó. El cuchillo pasó de las manos de la mujer a las de él tras un corto forcejeo.
Las uñas de la mujer se clavaron con fuerza en la mejilla del hombre que impulsó el cuchillo hacia el cuerpo de la mujer.
El gemido sofocado de ella le hizo mirar hacía abajo, el cuchillo sobresalía del abdomen de su esposa y una mancha de sangre comenzaba a formarse en el delantal.
La mujer cayó al suelo, lo último que escuchó el hombre fue: -me has matado cabrón.
El hombre se sentó en la banqueta de la cocina, miró a su mujer con los ojos desorbitados y durante unos momentos paseó la mirada por cada rincón de la cocina, luego se agachó y comprobó que su mujer aun respiraba. Se dirigió al teléfono y llamó a los Mossos.
Pensó que lo que mejor que podía hacer era suicidarse, tenía la mente convertida en un torbellino de colores que no le dejaban pensar con la claridad suficiente.
Si se mataba acabaría con aquella confusión, aunque no acababa de ver claro que la solución fuese suicidarse, claro que eso era lo que hacían todos los que mataba a su mujer: suicidarse. ¿Quería matar a su esposa?. Tal vez si que lo quería, el cuchillo lo tenía él y solo no se clavó en el cuerpo de su mujer, por otro lado en ningún momento pensó “voy a matarla”. ¿Y qué sentiría si su mujer moría sabiendo que la había matado él, se puede vivir con el recuerdo de aquel cuchillo saliendo de su cuerpo?.
¿Y la cárcel?.
Mejor no pensar en ello, dejar que fuese la sociedad que pensase por él.
¿Cómo se contrata un abogado?.
¿Y los vecinos, como le mirarían, que dirían cuando les entrevistasen para la televisión?.
Los Mossos le encontraron sentado en el sofá del comedor, parecía estar en un estado de extrema confusión, incapaz de hablar. Cuando les vio entrar con las armas en la mano solo señaló en dirección a la cocina y esperó.
En poco rato la ambulancia se llevaba a la mujer al hospital.
El hombre no dijo nada mientras le esposaban.
De hecho tampoco le preguntaron mucho acerca de lo que había sucedido, estaba suficientemente claro.
En la comisaría, durante el interrogatorio, el hombre sufrió unos violentos espasmos, de forma que le encerraron en una celda y esperaron que se repusiera, en ocasiones los nervios hacen estas malas pasadas y se debe esperar a que se reponga el sujeto.
Al cabo de media hora una agente se acercó a la celda para ver como se encontraba, aunque por lo que hacía referencia a ella, aquel hijo de puta se podía morir. Y cuanto más le doliera mejor.
Encontró al hombre despatarrado en la banqueta y la celda encharcada en vómito sanguinolento. Estuvo tentada de dejar pasar otra media hora y esperar a ver si se moría solo.
Casi acierta.
Cuando llegó el medico ordenó que fuese trasladado de inmediato al hospital más cercano. Allí le diagnosticaron envenenamiento, aunque de momento no supieron diagnosticar la causa. Le hicieron un lavado de estómago y le ingresaron en cuidados intensivos.
Curiosamente hombre y mujer fueron a parar al mismo hospital, los dos en cuidados intensivos. Si no hubiesen estado tan mal podrían haberse acercado a la cama del otro con un ramo de flores y bombones.
No fue este el caso.
Poco más tarde los médicos emitieron su diagnostico: para el hombre, envenenamiento inducido a pequeñas dosis durante un periodo de tiempo que no fueron capaces de diagnosticar.
El diagnostico de la mujer fue realmente sencillo.
Un juez dictó una orden de registro en el domicilio del matrimonio.
Ellos seguían reponiéndose.
Los Mossos encontraron en un rincón de la cocina, entre los productos de limpieza, un sobre sospechoso. Al analizarlo resultó ser la misma substancia tóxica encontrada en el estomago del hombre.
Tanto la mujer como el hombre se repusieron.
Ella fue interrogada por los Mossos.
Negó de forma rotunda que hubiese intentado envenenar a su marido.
Cuando le enseñaron el sobre que habían encontrado en la cocina, se encogió de hombros, luego se puso a llorar.
Cuando le preguntaron la razón de haber intentado matar a su marido, respondió que nunca la había hecho feliz, que era insoportable verle cada día, que la amenazaba y la insultaba. Le preguntaron si la agredía habitualmente, dijo que no, que si, que bueno, a veces.
También contó que ya llevaba semanas administrándole el veneno a su marido y que según sus cálculos ya debería estar muerto, pero que ya se sabe: mal bicho es duro de matar.
Luego se puso a llorar de nuevo.
Lo hizo con frecuencia durante el interrogatorio.
Con él hombre los interrogatorios fueron menos complicados, la cosa estaba bien clara: VIOLENCIA MACHISTA.
Les juzgaron a los dos por intento de asesinato.
En juicios separados, por supuesto.
Durante el juicio de la mujer, la abogada defensora alegó defensa propia.
El juez tuvo que fingir un acceso de tos de forma que la sala no pudiese ver que se moría de risa al pensar que la abogada acababa de crear una nueva figura jurídica: DEFENSA PROPIA CON ALEVOSÍA Y PREMEDITACIÓN.
El juicio acabó como todos los juicios: con una sentencia.
Y el juez, al término de su jornada laboral marchó a su casa.
Su mujer le preguntó que tal había ido la jornada, si había sido hoy el juicio de la mujer que había tratado de envenenar a su marido.
Él, entre risas le contó la ocurrencia de la letrada de la defensa.
Su mujer le respondió con una pálida sonrisa.
Poco rato más tarde le dijo que se iba a acostar, que tenía una fuerte jaqueca. Y que por favor no la molestase.
También le dijo que en la cocina le había dejado preparada una tortilla de atún y cebolla, como a él le gustaban.
El juez le deseó un buen descanso y fue a cenar mientras pensaba las razones que pueden llevar a un ser humano desear matar a otro, por mucho que llevasen a cuestas la abrasión de un matrimonio rutinario durante cuarenta años. Él y su esposa llevaban casi veinte años casados y no veía en el horizonte la posibilidad de algo tan monstruoso como lo que había tenido que juzgar aquella misma mañana.
La tortilla que le había preparado su esposa estaba exageradamente salada.
Tuvo que abrir una lata de fabada y calentársela.
En la televisión había un programa monográfico acerca de la violencia de género, aunque todo el mundo se refería a él como violencia machista.
ALEGATO CONTRA LA VIOLENCIA.
Yo vivo en un barrio tranquilo de la ciudad, casi lo podría definir como un barrio residencial, donde el trasiego del centro no nos afecta, solo el rumor de la cercana autopista llega amortiguado. Hago esta referencia a mi barrio porque mantengo la teoría de que el trasiego y la violencia van de la mano, que una cosa lleva a la otra, es algo de lo que estoy convencido aunque sin embargo me cuesta definir, las explicaciones largas no son lo mío.
Así que viviendo donde vivo puedo considerarme afortunado, aquí no me afecta
directamente la degradación cada día más acusada de la sociedad, especialmente en las grandes urbes y dentro de ellas en los barrios más populosos.
Lamentablemente mi trabajo se desarrolla normalmente en el centro y no puedo eludir la carga de tensión que allí recibo. Es cuando regreso a casa que compruebo lo afortunado de mi situación.
Mi trabajo me permite pequeños lujos, como despertarme cuando el sol ya está alto en el cielo, desayunar sin excesivas prisas escuchando un noticiario radiado, luego dedicar un corto espacio de tiempo a sentarme ante el televisor y repasar en el teletexto los últimos acontecimientos, la lectura más atenta de los periódicos del día lo dejo para más tarde, en ocasiones, cuando no es necesario acudir al trabajo, seguir algún debate interesante. Eso es suficiente para que pueda tomarle el pulso a la actualidad, comprobar su evolución. Una evolución que como ya he dicho, es negativa.
Diariamente, o con una frecuencia preocupante, las noticias se centran en acontecimientos violentos. Nos hablan de nuevas formas de extorsión, de nuevos grupos que practican la violencia como una forma antinatural de afirmación personal. Esos grupos, son nacionales o llegados de otras culturas que traen consigo el germen de la violencia, y cuando no es así simplemente se adaptan a nuestra forma de violencia.
Las desapariciones acabadas en muerte, normalmente relacionadas con cuestiones sexuales, los episodios estúpidos de violencia doméstica, los atentados terroristas, los ajustes de cuentas en el entorno de la droga, cualquier aberración que el ser humano pueda llevar a cabo contra otro ser humano, están a la orden del día.
El hecho de estar sumergidos en ese ambiente, en que la violencia es una forma natural de proceder, crea un caldo de cultivo que inevitablemente conduce a más violencia, una retroalimentación que conduce al ser humano por la senda de la animalidad. Creo que no descubro nada nuevo si afirmo que cada día nos acercamos mas a regirnos por la ley de la selva, el más fuerte sobrevive, el más débil sucumbe. Es lo único que permite suponer que la violencia no es del todo gratuita, una más que discutible selección del individuo que debe sobrevivir.
Me intranquiliza saber que las lágrimas de dolor que hoy veo en las imágenes patéticas que difunden los distintos canales de televisión, no son más que la repetición de lo que sucedió ayer y el adelanto de lo que va a suceder mañana. Me desmoraliza que las palabras huecas que autoridades y políticos lanzan al espacio para tranquilizar a la ciudadanía no sean más que una manera de cumplir con su obligación, ganarse el sueldo que perciben, pero que ninguna solución, ningún consuelo va a salir de ellas.
Pasear por la ciudad, caminando o en coche, da la oportunidad de vislumbrar un escenario en el que se puede palpar la tensión que en un momento o en otro va a estallarle a alguien en la cara. En muchas ocasiones la victima será alguien totalmente ajena al hecho que haga estallar la tensión, su único pecado habrá sido estar en el lugar equivocado y en el momento erróneo, lo he comprobado en más de una ocasión. Una pura cuestión de mala suerte, inevitable por otro lado.
Salgo de casa camino del centro de la ciudad, hoy es un día de trabajo para mí, un trabajo que imagino fatigoso. Mi vecino de parcela, me he olvidado mencionar que en nuestra urbanización no hay los antiestéticos pisos que en la ciudad surgen como árboles desnaturalizados, me dirige una mirada tan dura que podría sentarme sobre ella y descansar cómodamente, luego el hombre parece recapacitar y con un esfuerzo logra sonreír en mi dirección, lo hace más a la convención social que represento que a mi persona. Correspondo a su sonrisa con otra mía que acompaña a un gesto amistoso, mientras deposito con cuidado el maletín sobre el asiento trasero. Me paso en la puerta el tiempo necesario para comprobar que al salir nadie se sienta molesto, o lo que es peor que tengamos una de esas colisiones de tráfico que llevan a desagradables discusiones.
La autopista es un amontonamiento de dolor, miedo y tensión que me rodea en cuanto salgo. Debo hacer un esfuerzo para que no me angustie. El resultado sería poco recomendable, me conduciría a mi también hacía el deseo de violencia. Y es algo que no estoy dispuesto a que suceda. No es bueno para mí ni para la gente que me rodea. Creo que todos deberían hacerse ese tipo de reflexión de vez en cuando, no importa cual sea su ocupación, es indiferente cual sea su situación personal, sus circunstancias vitales. Las cosas irían mejor si todo el mundo lo hiciese. Lamentablemente muy poca gente se toma la molestia de sumirse en ese tipo de reflexiones.
Conduzco con precaución, trato de evitar cualquier percance.
Hacia la mitad de mi recorrido puedo presenciar una de las muchos rifirafes que se producen en la ciudad a causa del tráfico. Un motorista y el conductor de un camión de reparto están enzarzados en una serie de insultos cada vez más imaginativos. No sería impensable que llegasen a las manos. Respiro hondo, intento tranquilizarme, neutralizar las vibraciones violentas que ellos emiten y que contaminan el ambiente. Su pelea no es cosa mía, aunque lo cierto es que esas cosas nos acaban afectando a todos y cada uno de nosotros si no somos capaces de aislarlas en nuestra mente.
Lo han hecho, por el retrovisor atisbo, mientras me alejo, al motorista hecho una furia intentando golpear con su casco al conductor del camión, quien a su vez intenta alcanzarle con una patada.
Algo más adelante unos jóvenes rebosantes de ira, a causa de algo que tal vez ni ellos mismos saben, juegan a ocupar en fila de tres toda la acera, cargan con el hombro a los peatones que intentan esquivarlos con el temor reflejado en su mirada. Un espectáculo penoso de nuevo.
Poco antes de finalizar mi recorrido, en un semáforo, un espécimen, cuyo mayor mérito es no caer agobiado por el peso de la mugre y que huele como si acabase de bañarse en el vertedero municipal, me dice con el orgullo de quien cree que tiene derecho a ello, que le de dinero. Se expresa, en un idioma que mezcla el italiano, el castellano, quizás el rumano y una serie de gestos de fácil interpretación, dice que lo necesita para comer, pero apesta a vino barato, afirma que vive en la calle y que sus hijos no tienen ni pañales. Niego con la cabeza y miro al frente, el tipo patea con fuerza la rueda de mí coche y masculla un insulto. Consigo contenerme al ver mis nudillos blanquearse al apretar con fuerza el volante. Miro mi maletín que reposa en el asiento trasero y me tranquilizo.
Llego a mi destino, aparco el coche en doble fila con las luces de aviso parpadeando, espero que el asunto que tengo que resolver no me ocupe demasiado tiempo. Noto la adrenalina que empieza a recorrer mi organismo.
Con gusto regresaría a la paz de mi barrio, sin embargo es mi trabajo, cada uno tiene el suyo, y debo continuara
Recojo el maletín y con todo cuidado extraigo el subfusil ametrallador al que puedo acoplar una ligera culata desmontable. Es una herramienta de precisión muy útil para evitar problemas en caso de que alguien pretenda dejarse llevar por una absurda aspiración al martirio. Hay gente que no puede evitar sentirse como el protagonista de una película de acción. Siento un profundo desprecio hacia ellos, son en si mismo una incitación a la violencia.
Tras ajustarme el pasamontañas a la cara y comprobar que respiro con normalidad, entro en el banco gritando: ¡Al suelo, hijos de puta, al suelo! ¡Me cargaré al primero de vosotros que intente respirar más fuerte de lo que me gustaría escuchar!. Apunto con el subsufil al tipo que tengo más cerca: ¡Tu cabrón ¿quieres ser el primero en morir?!. Le pego una patada, quizás innecesaria, para que sirva de ejemplo a los demás.
Pensándolo bien la patada me puede evitar una mayor dosis de violencia, es un tipo cercano a la ancianidad, lo que demostrará al resto de clientes del banco y sobre todo a los empleados que no estoy dispuesto a aceptar que no se sigan mis ordenes con la mayor celeridad y precisión posibles y que ninguna circunstancia me detendrá.
La suerte me sonríe, el director de la delegación ha aparecido en la puerta de su despacho, al verme muestra la intención de entrar y encerrase. Me acerco a él y le derribo de un culatazo en la mandíbula. El acto no es gratuito, él debe ser el más proclive a activar la alarme, después de lo que han visto, el resto de empleados no sentirán el menor deseo de activarla.
Por el momento todo sigue dentro de un orden razonable.
Lanzo una ráfaga elevada, apunto a una cristalera que cae con un estrépito capaz de sofocar los gritos de pánico que se están produciendo. Hay demasiada gente en el banco para mi gusto, pero es algo con lo que siempre hay que contar. En días anteriores estudié con cuidado el movimiento del banco, en teoría el día de la semana y la hora eran las adecuadas, pero detalles de este tipo acostumbran a fallar y hay que seguir adelante.
Sé que lo que acabo de hacer es una imprudencia, me he dejado llevar por la adrenalina. El ruido no es bueno, pero ayuda a que el acontecimiento se produzca con la rapidez deseada. De hecho veo que dos cajeros ya están llenando la bolsa que les he tirado. Si haces las cosas adecuadamente no es necesario dar mayores explicaciones.
Una mujer de mediana edad lanza gritos histéricos y araña el suelo sobre el que está acostada, lo cual no es bueno para que todo vaya conforme a mis deseos, su actitud puede degenerar en un estallido violento de carácter general, la histeria es contagiosa y yo necesito tranquilidad. Casi sonrío al pensar que tampoco es buena para sus uñas. Me acerco y le pateo la parte lateral de la cara con fuerza mediana. Queda ligeramente conmocionada y ya no grita, solo solloza lentamente. Eso ya está mejor, ya no habrá problema de contagio.
El tipo que está tumbado a su lado, posiblemente su marido o pareja sentimental, me mira con odio y eso me molesta. El rechazo que siento hacia ese fulano es de orden funcional, una persona cargada de odio es impredecible. Le clavo con fuerza el cañón del subfusil en la carótida y lo muevo longitudinalmente hasta que una marca de color rosa aparece en su cuello. La mirada de odio se desvanece en sincronía con la aparición de la marca de su cuello y una expresión humillada de miedo. El dolor acostumbra a hacer que el odio y el deseo de revancha desaparezcan, más tarde reaparecerá con mayor intensidad, pero eso a mí ya no me afectará. Compruebo con el dedo curvado sobre el gatillo del subfusil, que el tipo no se mueva. Afortunadamente así es.
Me preocupa un hombre mayor que respira con dificultad, su cara tiene un aspecto ceniciento, agrio, su piel tiene la textura del papel secado apresuradamente sobre una fuente de calor después de haberse mojado. Imagino que pronto necesitará la asistencia médica adecuada. También pienso que de él no deberé preocuparme mientras los cajeros acaban el trabajo que les he encomendado. La bolsa con el dinero ya está casi llena y esto acabará pronto. Tiene un aspecto estimulante mi bolsa llena con el dinero del banco.
Uno de los guardas de seguridad que parecía dispuesto a comportarse con la corrección que yo espero, tiene sin embargo vocación de héroe y con lentitud va moviendo una mano hacia la pistolera. Lanzo una ráfaga corta en su dirección, el tipo grita. Creo que le he cosido la mano en el suelo ya que no la mueve, solo contempla con cierta sorpresa que está sangrando.
La bolsa con el dinero ya está llena, todo el asunto no ha durado más de tres minutos.
El guarda con vocación de héroe sangra abundantemente, lo cual me hace pensar que quizás no solo le he herido en la mano. Es el problema que tienen los subfusiles ametralladores. Sueltan muchas balas cuando aprietas el gatillo, hay poco control por tanto. También tienen sus ventajas.
Antes de salir dirijo el arma hacia un espacio vacío de gente y suelto una ráfaga corta que destroza una columna. Algunas balas rebotan peligrosamente en ella, los pedazos de yeso cayendo con lentitud después de salir disparados tienen una cierta belleza.
De nuevo se pueden oír gritos histéricos amortiguados al ser proferidos con las bocas aplastadas contra el suelo. Es una buena señal.
La acción les mantendrá distraídos el tiempo necesario para que yo desaparezca. De hecho ni siquiera me verán abandonar el banco, subir a mi automóvil y emprender la huida a una velocidad moderada. Supongo que ya habrán ustedes imaginado que las placas de matricula de mi coche son falsas. Con el ruido de los disparos alguien habrá tenido la precaución de anotar la matricula, hay gente con una buena dosis de imaginación, sin contar que están atiborrados de películas y teleseries que escenifican actos violentos y saben que es lo que se debe hacer en estos casos para tener contentos as nuestros muchachos de la policía.
Una última mirada me permite ver que el guarda de seguridad, está tumbado boca arriba y se sujeta el hombro, del que sale sangre empapándole el uniforme, así que afortunadamente su vida no parece correr peligro. Su compañero que hasta aquel momento no se ha movido de su lugar en el piso se levanta para socorrer al herido. Disparo una ráfaga baja que le hace rodar sujetándose la pierna. Tal vez era evitable esa última ráfaga, pero no quería correr riesgos, además es una cuestión de disciplina. El tipo va armado, nadie puede asegurar que en un descuido mío pueda sacar su arma. Sigue agarrado a su pierna aullando de dolor, probablemente le haya fracturado un hueso de la pierna, su vida no corre peligro aunque quizás le quede una cojera permanente. No quiero mirarle a los ojos y ver esa mirada de odio, a estas alturas estoy suficientemente cargado de adrenalina para reventarle la cabeza a balazos.
De cualquier manera creo que el tipo ha tenido suerte. Otro día, quien le apunte no será alguien, que como yo, odia la violencia. No, por favor, no confundan mis palabras con una declaración de cínico sarcasmo. Yo estoy realmente en contra del uso de la violencia. Mi proceder en el episodio que les acabo de relatar se debe a que mi trabajo es así.
Cada uno tiene el trabajo que tiene, y cada trabajo tiene sus propias normas. A nadie se le ocurriría pedirle a un cirujano que si se le muere un paciente en la mesa de operaciones se retire a llorar a un rincón y necesite un mes de baja en un balneario para reponerse
Ya estoy muy alejado del banco cuando me cruzo con tres coches policiales que con la estridencia de su sirena polucionan el ambiente, crispando los nervios de los ciudadanos. Unos metros más atrás, una ambulancia intenta alcanzarles y contribuye al estruendo de los policías con su propia sirena. Ambos merecen un castigo que nadie les va a inflingir.
Pienso que si le hubiese pegado fuego al banco detrás de la policía y la ambulancia irían los bomberos contribuyendo al estrépito con su propia sirena-
La idea me hace sonreir.
Afortunadamente en poco rato estaré en mi casa y podré aislarme, dentro de lo posible, de este ambiente que cada día odio más.


                  ESTE RELATO ES UN HOMENAJE A QUENTIN TARANTINO,
POR QUIEN, POR CIERTO, NO SIENTO LA MENOR SIMPATIA. CREO QUE ESTE ES EL PEOR CUENTO DE LA COLECCIÓN, RAZÓN SUFICIENTE PARA DEDICARSELO A ÉL




 

BOSTON.-

Boston es el nombre de una ciudad situada en el Noroeste de E,E.U.U. y a juzgar por las letras rojas sobre fondo negro, impresas en la caja de cerillas que tenía aquel tipo muerto, también es un club nocturno de Barcelona.

Momentos antes de trabar conocimiento con el tipo muerto me encontraba cómodamente instalado en la inconsciencia hasta que una supernova comenzó a jugar a los bolos con mi cabeza. Traté de abrir los ojos, pero eso no le gustó a la supernova y desistí.

Al cabo de lo que me pareció solo unos pocos segundos hice otro intento y en esta ocasión los perfiles borrosos de una habitación aparecieron ante mis ojos. Pensé que si esperaba algo más de tiempo con los ojos abiertos mi visión se aclararía, pero mis ojos se cerraron por su cuenta. Traté de recordar, pero no recordaba nada y me asusté. Abrí los ojos con fuerza y los mantuve abiertos mientras el cuarto danzaba a mí alrededor, cada vez más lentamente hasta que se paró y empecé a apreciar los detalles con nitidez. Había un sofá de imitación de piel marrón y frente a él una de esas mesitas que sirven para poner encima un cenicero y para tropezar con ellas a cada momento. El cenicero era de cristal tallado, de color rojo y estaba tirado en el suelo. Tenía aspecto de pesar lo suyo.

Entonces vi al tipo muerto que tenía la caja de cerillas en la mano, estaba tendido muy cerca de mi posición, alguien le había disparado en el pecho. Y yo tenía una pistola en la mano, algo que me sorprendió, no acostumbro a dispararle a los desconocidos. Claro que si confiaba en mis recuerdos aquel tipo podía ser mi hermano. Ni siquiera era capaz de recordar quien era yo.

Me senté en el suelo y me palpé la cabeza, dolía.

En el dedo quedó un ligero rastro de sangre, mi sangre.

Con un dedo hice mover el cenicero, allí también había sangre, aunque quedaba disimulada por el color rojo del cristal.

Como no es lógico pensar que alguien había matado al tipo aquel y luego se había entretenido golpeándole la cabeza con el cenicero, no hacía falta ser Einstein para pensar que la sangre del cenicero era mía.

En el exterior un fuerte viento racheado hacía más evidente el silencio que nos envolvía y me hizo sentir un desagradable estremecimiento. Al tipo muerto no pareció importarle en absoluto lo que hiciese el viento allí afuera. Miré a mi alrededor, la ventana estaba llena de noche, lo supe no por ver en ella oscuridad si no por el reflejo metálico de las luces de alumbrado público, una luz más cruel que la del sol.

El muerto parecía haber recibido el disparo cuando se disponía a encender un cigarrillo, o eso era lo que parecía indicar la cajetilla de cigarrillos Navy Player, que había caído a sus pies. Se me ocurrió pensar que hacía tiempo que no veía aquella marca inglesa. Una falta de respeto hacia el muerto, evidentemente.

Era un hombre de alrededor de cincuenta años, tenía un rictus atormentado en sus labios que tal vez no tuviese mientras vivía. Quizás lo puso cuando vio que me disponía a dispararle y se lo llevó consigo a la eternidad.

Pero yo no recordaba haber disparado una pistola en mi vida. Tampoco recordaba haber comido y con toda seguridad lo había hecho. Nadie me podía segurar que yo no era un hijo de puta que iba por el mundo matando a gente. Nada era seguro mientras no recobrase la memoria.

Aunque ¿ luego de dispararle me golpeaba yo mismo en la cabeza?.

Improbable.

Mientras me palpaba la cabeza tratando de determinar la magnitud de los daños sufridos caí en la cuenta de un detalle intranquilizador: un disparo hace ruido y puede provocar que alguien avise a la policía. Y un policía necesita pensar poco si encuentra a un tipo con una pistola en la mano y un muerto a sus pies.

Yo era el sueño de cualquier policía.

Así que lo mejor sería que me largase lo más pronto posible, ya tendría tiempo de pensar en todo aquello.

Seguía sin recordar nada de mi mismo, no tenía un lugar concreto donde ir y pensé que el Club Boston sería un lugar tan bueno como otro cualquiera, así que me acerqué al cadáver y le cogí la cartera de fósforos. Sus miembros no presentaban rigor mortis, aunque si he de decir la verdad no creo que yo fuese capaz de apreciar rigor mortis ni en los restos incorruptos de Santa Teresa de Jesús.

Tampoco era capaz de recordar si los restos de Santa Teresa se mantienen incorruptos.

Miré la pistola en mi mano, relucía negra y ominosa y me la metí en el bolsillo, no la podía dejar allí al lado del muerto. Eso es lo primero que aprendes en el cine, si matas a alguien debes borrar las huellas. Yo no tenía tiempo para ponerme a borrar huellas, así que me la metí en un bolsillo y me largué.

Un detalle que me llamó la atención fue que aquel era el último piso, no habían más escaleras. Aunque si he de decir la verdad en aquel momento no hubiese sabido decir la razón de que aquel detalle me llamase la atención.

En cuanto salí a la calle me di cuenta de que estaba en el barrio de la Barceloneta, miré la dirección del Club y sin dudar la ubiqué en una avenida cercana. Al menos mi memoria respondía si se trataba de orientarme en Barcelona. Yo debía vivir allí.

A punto de doblar la primera esquina escuché, acercándose, el ulular de la sirena de un par de coches celulares que se pararon frente al portal que acababa de abandonar. Me consoló pensar que a cada paso que daba, la oscuridad, persiguiéndome, me iba cubriendo de anonimato hasta convertirme en una más de las sombras que retaban al alumbrado público.

Hacía frío, metí la mano en el bolsillo de la cazadora y tropecé con el metal frío de la pistola que me provocó un escalofrío, saqué las manos de allí y las puse en los bolsillos de los pantalones.

Tomé por un callejón transversal para acortar el camino. Al momento me di cuenta de que no había sido una buena idea. Dos tipos pringosos estaban apoyados en la pared, daban la impresión de haberse quedado pegados a ella, probablemente a causa de la mugre que destilaba su cuerpo. Al verme comentaron algo entre ellos y comenzaron a desprenderse de la pared. Por la forma como me miraron supe que estaban pensando en cambiarme algunos huesos de sitio. Y de paso aliviarme del peso de mi cartera.

Sin pensar demasiado bien en lo que hacía saqué la pistola del bolsillo y me la pasé de una mano a la otra. Quizás a ellos les pareció que jugueteaba con el arma, a mí me preocupaba el complicado proceso de dispararla sin agujerearme un pie.

Los dos pringosos en cuanto vieron aparecer la pistola echaron a correr como si yo fuera el mismísimo diablo.

Tal vez lo fuera, no era capaz de asegurar lo contrario.

El dolor que se había instalado en mi cabeza emitía fuertes latidos que me hacían sentir miserable. El muerto era un recuerdo lejano cuando la cabeza me dolía. Mi mente parecía no tener espacio suficiente para contener al dolor y al muerto simultáneamente.

No hay suficiente espacio en el disco duro” diría un ordenador.

Quizás yo era informático.

El informático asesino. Ya veía los titulares de los periódicos del día siguiente.

Al doblar una esquina vi el neón que en letras rojas proclamaba “Boston”.

No me resultaba desconocido.

La escalera alfombrada en rojo había conocido mejores tiempos y tampoco me resultaba desconocida. En la entrada había un espejo de marco dorado y forma anticuada, probablemente quien lo puso allí pensó que sería un detalle de buen gusto. Me miré para saber que aspecto tenía.

Yo era un tipo bien parecido de alrededor de cuarenta años, estaba perfectamente rasurado, llevaba el pelo corto y cuando le sonreí a mi imagen pensé que podía ser un hombre feliz.

Lastima del dolor de cabeza, de la amnesia, del fulano aquel con un disparo en el pecho y de mis huellas en la pistola que le había matado. No hay felicidad inmaculada para nosotros, siempre aparecen pequeños detalles que la humanizan. Pequeños detalles.

Entonces me fije en el cartel que anunciaba la actuación de Betty Luna y su muñeco Mariano. No me resultaban desconocidos. Observé sus labios ligeramente abultados y su nariz respingona, los ojos verdes rasgados y aquella sonrisa burlona mientras miraba a un muñeco sentado en su falda. Mariano, el muñeco, era un remedo de labrador aragonés tocado con un cachirulo exagerado.

Mirando el cartel un fogonazo de luz brillante pasó por mi cerebro tratando de iluminar la oscuridad que había en él. Pero fue demasiado potente y no me permitió ver nada. Así que bajé las escaleras.

El local hacía juego con la escalera y el espejo de marco dorado, en algún momento debió ser un lugar elegante, ahora era simplemente un sitio donde compartir una felicidad programada con otros damnificados por la vida. Había un pequeño escenario y una serie de mesas adornadas con una lamparita de pantalla roja que rodeaban a una pista de baile de parquet gastado. En el escenario mujer y muñeco entablaban una conversación que hacía reír a las parejas que ocupaban las mesas. Curiosamente todas las mesas estaban ocupadas por parejas, la barra parecía el lugar de los que preferían no sentir el aliento de otra persona mezclarse con el suyo.

El camarero, un fulano de aspecto escamoso y andares chulescos, parapetado detrás de un par de cocteleras y una hilera de botellas me preguntó que quería tomar.

La palabra bourbon brotó de mis labios sin necesidad de pensar, el camarero movió todas sus escamas, se alejó un momento de su parapeto alcohólico y regresó con un vaso largo, dos cubitos de hielo flotando en el bourbon y lo plantó delante de mi sin decir palabra.

En aquel momento Betty Luna se levantaba, obligaba a hacer una reverencia a Mariano y recogía los aplausos del público. Bajó del escenario y se dio un paseo corto entre las mesas, sonreía y agradecía las frases elogiosas que recibía. Hubo un momento en que juraría que me vio y sus pasos se ralentizaron. Luego dio media vuelta y tomó el camino inverso entre las mesas, supuse que se dirigía a su camerino.

La fui siguiendo con la mirada mientras se dirigía al fondo del local, por eso puedo asegurar que antes de desaparecer en las dependencias de personal se paró, me miró y sonrió.

Tenía una sonrisa preciosa que provocó que un nuevo destello de luz iluminase por un instante mi cerebro. Aunque de nuevo fue demasiada luz para que pudiese ver lo que había en el interior de mi cráneo.

Di un buen trago al vaso de bourbon y bañé con él a mi desconcierto, no me quedó la más mínima duda de que el bourbon y yo éramos viejos amigos. Pero todo el resto eran dudas, mi mente se negaba a dejarse penetrar. Por un momento pensé que el bourbon y el desconcierto combinarían bien, pero lo único que sucede es que deseas un nuevo trago. No puedo asegurarlo pero tal vez a eso se le llame combinar bien.

Algún nostálgico acababa de inundar el local con la música de un bolero y tres parejas salieron a la pista, ellas con la intención de lucirse, ellos con el único propósito de refrotar su cuerpo con el de su pareja. A estas horas de la noche solo los bailarines profesionales desean lucirse, cualquier otro hombre bailando con una mujer bella la desea a ella. Y muchos de nosotros ni siquiera necesitamos que sea muy bella.

Mientras escuchaba el bolero el barman escamoso atendió al teléfono interior, me miró y afirmó con un movimiento repetido de cabeza, luego se acercó y me dijo que la señorita Betty Luna me esperaba en su camerino. Con la mano me indicó el fondo del local.

Betty Luna me esperaba en la puerta de su camerino, me miró con el cariño que merece un amante largo tiempo ausente. Me tendió la mano y me dijo:

-Pasa cariño, te estaba esperando.

Su perfume me envolvió, su mano era tibia y sus labios rozaron los míos en una caricia leve. Sentí un latido en las sienes y no pude evitar pararme y apretarlas con las yemas de los dedos.

-Pasa amor, pasa y siéntate, te daré un masaje. Te he estado añorando toda la noche, ha sido duro para los dos.

Me senté frente a un espejo rodeado de luces, sobre la repisa estaban esparcidos un largo muestrario de productos cosméticos, un espejo de mano y una cajetilla de tabaco rubio ingles marca Navy Players.

Y la fotografía.

En la fotografía Betty y el tipo muerto estaban juntos, él la tomaba del brazo, la sostenía como si fuera de su propiedad.

Lo que más me llamó la atención fue que el tipo muerto mientras vivía tenía en sus labios el mismo rictus atormentado con el que había emprendido el viaje al más allá.

Repentinamente mi mente se convirtió en un caos oscuro cruzado por relámpagos de luz que añadían más confusión a mis intentos de hilvanar algún pensamiento razonable. Pero no podía pararlos, algo les había concedido vida propia.

A través del cristal rodeado de luces veía a Betty, sus manos apoyadas en mis hombros, masajeándolos suavemente.

Mi mente seguía trabajando sumida en el desorden.

En la habitación donde recobré la conciencia solo estábamos ella y yo… la cabeza empezó a dolerme de nuevo y volví a apretarme las sienes... la voz de Betty era un ronroneo dulce y su mirada acariciadora, no podía comprender como instantes después me golpeó con aquel pesado cenicero de cristal tallado.

Nadie más que ella pudo hacerlo, estábamos solos en aquella habitación, en aquella casa.

La voz de Betty, detrás de mi, mirándome a través del espejo dijo:

-Estás pálido, no te muevas de aquí, ahora vuelvo.

La puerta se cerró detrás de Betty.

Los relámpagos de luz en mi cerebro eran cada vez más largos y menos potentes, me permitían ver con claridad escenas sueltas pero que en cada nueva secuencia formaban acontecimientos comprensibles.

Me acerqué a la puerta para abandonar aquel camerino pero no pude abrirla, ella la había cerrado con llave.

Hubo un momento en que pensé en abrir la puerta a tiros, pero cada uno se abre paso en la vida como puede. Yo no podía hacerlo de ninguna de las maneras, así que cogí la pistola y la dejé en el suelo, en mitad del camerino, bien visible.

La puerta no volvió a abrirse hasta que lo hicieron aquel par de policías, entraron apuntándome con sus armas, y gritando que me echase al suelo o que dispararían, estaban realmente muy excitados. Uno de ellos tropezó con la pistola que fue a parar a mis pies, el otro se abalanzó sobre mi, me inmovilizó con una dolorosa torsión de mis brazos y me esposó.

Ahora escribo esto desde mi celda en una cárcel de máxima seguridad, estoy condenado a treinta años de reclusión por el asesinato de Matías Cervera, el marido de Betty y dueño del club nocturno Boston, aunque si tengo suerte puedo salir en libertad condicional bastante antes.

Aunque si he de ser sincero dudo que esté en condiciones de confiar en mi suerte.

Tardé unas cuantas horas más en recobrar la memoria y poder dar mi versión de los hechos. Durante el interrogatorio a que fui sometido le conté a la policía la verdad de los sucedido, pero ya he dicho en algún momento de este relato que hay circunstancias en que los policías no creen necesario pararse a pensar. Yo tenía la pistola con la que habían matado a aquel tipo, mis huellas dactilares estaban por todas partes en la escena del crimen, la esposa del tipo me acusó de acosarla, de ser un tipo violento y desesperado por su negativa a entregárseme, celoso hasta lo enfermizo.

¿Porqué cojones tenían que pararse a pensar?.

Lo que les conté a los policías que me interrogaron fue que aquella noche hice el ligue más fácil de mi vida, se llamaba Betty Luna y trabajaba de ventrílocuo en un club nocturno llamado Boston. Me llevó a su casa y empezamos a besarnos, su voz era dulce y su mirada acariciadora.

Cuando escuché unos pasos en la escalera me dijo que no me preocupase que debía ser un vecino que iba al piso de arriba, y que la perdonase un segundo, que tenía que pasar al aseo para prepararse. Segundos más tarde el cenicero de cristal se estrellaba contra mi cabeza y perdí el conocimiento, antes de perder el conocimiento tuve tiempo de escuchar el ruido de una llave hurgando la puerta.

Los policías que me interrogaron se rieron de mi versión de lo sucedido. No les culpo, imagino que escuchar a un tipo tan evidentemente culpable como yo tratando de justificarse debe ser tremendamente divertido. Cuando les pregunté porqué no me creían, me dijeron:

-Es sencillo, hombre, no te creemos porqué lo cuentas mal, hasta un vulgar chorizo cuenta sus historias mejor que tú.

Ya no quise decir nada más, pero uno de ellos siguió hablando.

-¿Pero al menos te la follarías, no?.

No le contesté, pero a ustedes se lo voy a decir.

No, ni siquiera me la follé, aquella mujer había calculado los tiempos con la misma precisión que un técnico en explosiones controladas.























UNA FOTOGRAFÍA INOPORTUNA.-



El imbécil de Martos está tan pendiente de mi culo que en cualquier momento se va a fotocopiar la mano. Si al menos estuviese en la guillotina se la cortaría y estaría unos cuantos días de baja sin babearme el culo constantemente.

De acuerdo, no se me acerca más de lo conveniente, en este aspecto es aceptablemente respetuoso, pero una mujer puede sentirse babeada a distancia.

Si conociesen a Martos y sus miradas de deseo permanentemente insatisfechas lo entenderían.

Martos tiene alrededor de los sesenta años, como mínimo cincuenta muy mal llevados, está casado y tiene dos hijas, una de ellas más o menos de mi misma edad. En realidad la edad de Martos no es lo que más me molesta, siento una cierta atracción por los hombres maduros, incluso muy maduros.

Imagino que esa atracción debe estar relacionada con el abandono que sufrí por parte de mi padre a los cinco años. Él y madre se llevaban como el perro y el gato, así que no se le ocurrió nada mejor que un buen día desaparecer sin despedirse.

Yo tenía siete años, aun jugaba con muñecas.


Mi muñeca preferida era Kent, el novio gilipollas de la Barbie, la novia gilipollas de Kent.

Nunca más he vuelto a saber nada él.

De mi padre, me refiero.

De Kent aun tengo varios guardados en el baúl de los recuerdos. Le tengo vestido de motorista, en traje de baño, de esmoking y no sé de cuantas cosas más.

Pero ya no juego con él, no se preocupen, no estoy loca.

Quien más quien menos guarda los juguetes de su infancia, así que repito: no estoy loca.

De mi padre, si mi madre ha tenido alguna noticia se la ha guardado para ella. Y no será que yo no le haya preguntado, pero al parecer ha decidido que su marido murió el día que desapareció de su vida.

Me parece una buena actitud.

Al menos para ella.

Para mí, no.

Ella dice que ya tengo padre.

Y es cierto, mi madre se volvió a casar después de conseguir la nulidad de su matrimonio. Su marido, Cesar, es un buen tipo, me trata como si fuera su hija biológica y yo le trato a él como si fuera un vecino especialmente amable y considerado que visita a mi madre con frecuencia.

Le trato con tal educado cariño que se conforma con eso. No sé si en realidad se ha dado cuenta de que mi grado de aceptación de su presencia en casa no pasa de modesto.

Tengo un amante.

Mi amante se llama José Vicente y tiene cincuenta y cinco años.

No es mi primer amante, el primero tenía casi sesenta años.

Yo tengo veintitrés.

No han sido mis únicos amantes, sucede que los que me desvirgaron no cuentan, lo digo en plural porqué el primero solo lo consiguió a medias. En ocasiones una adolescente no se siente desvirgada, únicamente pegajosa por dentro. Hasta que se siente mujer pueden pasar muchos patosos por su vida.

¿Se les acaba de ocurrir que esta situación es debida a que mi padre me abandonó a los siete años y padezco un síndrome de abandono que trato de mitigar con hombre muchos mayores que yo, que voy por el mundo tratando de encontrar un sustituto, una figura paterna?.

Son ustedes muy sagaces. Felicidades.

Si mi madre supiera acerca de mi querencia por los hombres maduros me soltaría todo su catálogo de reconvenciones y compondría todas sus expresiones de dolor y desencanto.

Que son muchas, por cierto.

En ocasiones pienso que mi padre biológico sabía lo que se hacía cuando decidió que hasta aquí hemos llegados y que ustedes lo pasen bien.

Para él probablemente fue una decisión acertada, para mi, no.

Cesar, si se enterase de lo de mis amantes, se pondría trascendental y me preguntaría si no me convendría una buena y sosegada charla con él. Me llamaría hija a cada momento durante la charla que debería redimirme y hasta se le llenarían los ojos de sinceras lágrimas.

Es un buen tipo Cesar, bastante inútil pero buen tipo.

En ocasiones dudo si debería buscar a mi padre biológico. Los detectives trabajan en eso, encuentran personas que no tienen el menor interés en ser encontradas.

Hasta es posible que el detective encontrase a mi padre.

Iría a verle.

¿Y entonces qué?.

¿Reconvenciones?.

¿Lágrimas?.

¿Abrazos estremecidos?.

¿Explicaciones que ninguno de los dos acabaría entendiendo?.

¿Dejarlo correr?.

Por supuesto, eso es lo más cerebral.

Olvidarlo.

Claro que, eso es lo más difícil de hacer.

La mujer de Martos debe tenerle a régimen ya que el pobre tarado está a punto de masturbarse con el canto de la fotocopiadora. Me lanza una retahíla de deseos mudos que recibo con gesto despectivo y un balanceo de caderas elegantemente exagerado mientras me alejo.

Le dejo boqueando como un bacalao agonizante buscando un aliento que no sabe donde ha olvidado.

¡Que se joda!

Sigue teniendo el canto de la fotocopiadora a mano.

Puede usarlo.

Llamo a José Vicente y le digo que le deseo, que en este mismo momento me gustaría desnudarle despacio, ir besando cada retazo de piel que mis manos vayan descubriendo.

Me responde que me comerá a lametones hasta que me corra.

No me siento babeada.

En absoluto.

Lo que estoy es húmeda de deseo.

Es una imprudencia mantener una conversación así con José Vicente en el trabajo, tengo que hacer un esfuerzo para que no se note lo que siento en esos momentos, pero al tiempo es una más de las sensaciones que quiero experimentar: el peligro, la adrenalina.

Le doy cuerda a José Vicente.

Me cuenta que me morderá en la nuca mientras sus dedos juguetean por el interior de mi vagina.

Casi puedo sentirlos.

También ese dolor sordo, leve que desde mi nuca va bajando por la columna y se pasea por el perineo.

Quedamos en que al día siguiente nos encontraremos en su casita de la calle Grau, es la herencia que le dejaron sus padres, la casa y unos deseos enormes de vivir. Su esposa está harta de decirle que la venda o la alquile.

Le responde que es un recuerdo sentimental, que ya sabe que lo más práctico sería venderla, pero que hay algo que se lo impide.

Yo se lo impido, yo y las que antes de mi han pasado por su cama.

Apenas puede verte nadie, no hay vecinos, son casitas anacrónicas, la mayoría de ellas deshabitadas. Un pequeño jardín que en las dos que están habitadas sirve de aparcamiento más que como jardín.

Eugenio Mansardas se acerca a mi mesa para entregarme unos papeles que debo tramitar, la mano que sostiene los papeles choca contra el canto de mi mesa.

Ha calculado mal, estaba perdido por las profundidades de mi escote.

Otro que tal baila, Mansardas.

Le sonrío.

Mentalmente le mando a sodomizar a Martos.

Vete a saber.

Igual les gusta.

Les regalaría un Kent a cada uno.

El de aviador para Mansardas.

Para Martos vestidito de gala.

En casa, mamá y Cesar están de morros, deben haberse peleado por la televisión grande, el uno quería ver el partido y la otra uno de esos programas en que la gente se despelleja mientras la presentadora les pide educación y no cesa de azuzarles.

Antes se peleaban porque solo había un televisor en casa. Bueno, yo tengo uno en mi habitación, pero ellos en mi habitación no entran. Ahora se pelean porqué un televisor es más grande que el otro, o porque el sofá del salón es más cómodo que el sillón del cuarto pequeño.

Algo por el estilo.

Les miro a los dos, cada uno tratando de colgarle el sentimiento de culpa al otro y de nuevo pienso probable que mi padre tomase la decisión correcta cuando se largó.

Pero no pensó en mi el muy cabrón.

Le hubiese cedido mi televisor con tal de que se quedara.

Y mi colección de Kents.

Lo hubiese hecho con mucho gusto.

Duermo tranquila y profundamente esta noche.

Claro que después de tomarme un Rohipnol no tiene gran merito.

Me acicalo con esmero, quiero que José Vicente esta tarde me desee como nunca.

Martos y Mansardas van a pagar la fiesta cuando llegue a la oficina.

¿Y yo que culpa tengo si son unos reprimidos?.

Paso el día desasosegada, impaciente.

Parece que las seis y media no van a llegar nunca.

Llegan cuando Vanesa se acerca a mi mesa con cara de conspiradora internacional para decirme que tiene algo importante que contarme.

Ha adivinado que voy vestidita para ver a José Vicente, que estoy deseando salir de la oficina y echarme en sus brazos.

En resumen quiere joderme.

Le digo: -tengo polvo, cariño, ¿te importa esperar hasta mañana para contarme eso tan importante que te ha pasado?, -me levantó y me voy, dejándola con una carga de frustración del tamaño del Corte Inglés.

Que vaya a tomar una tila con Mansardas y Martos.

La tila es buena para la envidia.

Vanesa cuando le enseñé la fotografía de José Vicente puso cara de hambre y dijo: -¿Es muy mayor, no?.

Luego fue al servicio a masturbarse.

Cuando llego a casa de José Vicente, él aun no ha llegado, abro con mi llave, pongo algo de música clásica, enciendo unas varitas de incienso, preparo un whisky japonés con un cubito de hielo para mi y otro sin hielo para él.

Pienso en desnudarme y esperarle en la cama.

No lo hago.

Prefiero que me desnude él, pieza a pieza.

En ocasiones me descubre un pecho y mantiene el otro cubierto por el sujetador. Siento sus dientes mordisqueando suavemente el pezón descubierto y la suavidad del satén en el otro pecho.

Llega con la puntualidad germánica que le caracteriza y me baña los pezones con el whisky japonés haciendo olas dentro de su boca.

Hablamos poco, nuestras conversaciones se desarrollan en el periodo de descanso, entre round y round.

José Vicente aun es capaz de aguantar dos rounds sin que se le note la edad. Su habilidad hace el resto.

Me acuno en las oleadas de placer que recorren mi cuerpo durante no sé cuanto tiempo, José Vicente parece haber descubierto el secreto de una segunda juventud.

Le pregunto si ha tomado algo.

Sonríe y me dice que es culpa mía, que cada día le parezco más deseable.

Trato de culminar un tercer round.

No sé porque lo hago ya que en realidad me siento satisfecha.

Le hago todas las caricias que me dicta ¿el agradecimiento?.

Culmino el tercer asalto.

Le pregunto si desea otro whisky.

Asiente.

Cuando regreso con el whisky José Vicente se ha dormido.

No es su costumbre.

Lo achaco al tercer asalto.

Esperaré a que despierte, no me apetece echarme a su lado y escuchar su respiración acompasada.

Doy una vuelta por el salón.

Me gusta andar desnuda.

Revuelvo en una hilera de C.D. de música de los años setenta.

Mal año para la música.

Detrás de los C.D. una fotografía volcada boca abajo me llama la atención.

La cojo y le doy la vuelta.

José Vicente le da la mano a una niña que con toda evidencia es su hija.

Da la impresión de que la conduce a algún lugar que la niña le ha pedido ya que una de las manos extendidas señala hacia un punto indeterminado. José Vicente la escucha y parece a punto de darle una explicación que acabe de dar sentido al acto que protagonizan él y la niña.

Pienso que aquella niña podría ser yo.

No lo soy, por supuesto que no lo soy, la hija de mi amante y yo no nos parecemos en absoluto.

Voy hacia la mesilla de noche con la fotografía en la mano.

José Vicente sigue dormido.

Cojo el whisky y tomo un trago largo.

Me siento en una esquina de la cama con la fotografía en la mano.

Voy tomando tragos cortos sin dejar de estudiar la fotografía.

Mi mente se torna revoltosa.

Juega a cambiar la imagen de la niña de la fotografía por la mi imagen de niña.

Sonrió.

Al cabo de unos minutos no es necesario imaginarlo, mi mente ha tomado el mando, la niña de la fotografía que antes pensaba que podría ser yo, soy yo.

Me acercó a la cocina y cojo un enorme cuchillo que siempre me ha llamado la atención.

Secciono la carótida de José Vicente.

Por primera vez compruebo lo duro que es el cuello de una persona.

La sangre mana con avaricia.

José Vicente sufre un par de espasmos.

Me tumbo al lado de José Vicente procurando que la sangre que va empapando las sabanas no me alcance.

Las lágrimas ruedan por mis mejillas con una facilidad de la que nunca me había sentido capaz.

Me escucho sollozar.

Tardo tres horas en darme cuenta de que lo mejor es marcharse.

Juraría que el cuerpo de José Vicente ya no tiene la calidez de antes, cuando me estrechaba entre sus brazos.

Guardo la fotografía en su lugar.

Cuando salgo a la calle ya no hay sombras, es noche cerrada, nadie me ve porque no hay nadie para verme.

No es previsible que encuentren pronto el cadáver de José Vicente.

Tengo que pensar en lo que ha pasado esta noche.

Tengo que pensar en esa maldita fotografía.











FICHERO.-

LA GUARDERÍA DE SATANÁS.- “La guardería de Satanás” es una de las muchas discotecas que situadas en un polígono industrial rodean a cualquier gran ciudad. Allí cuando la tarde rectifica su rumbo hacia la noche, el ruido deja de ser un problema, no hay vecinos y la gente que de día ronda por empresas y callejones de servicio, de noche ya están en sus casas y el ruido que pueda generar una discoteca se la trae al pairo. Al día siguiente de regreso al curro arrugan un poco la nariz si encuentran un charco de vómito colorido, una meada generosa o algún vaso roto enseñando los dientes.
Del ruido los únicos que se podrían quejar son los chinos que trabajan en el almacén de productos para las tiendas de todo a Euro. Pero los chinos no se quejan, bastante tienen con trabajar, de vez en cuando comer un cuenco de arroz, dormir amontonados y volver de nuevo a trabajar.
Así que “La guardería de Satanás” va por libre.
Las malas lenguas dicen que el ruido es lo de menos que aquello es un criadero de drogadictos.
Es cierto, más de un adolescente ha entrado sano y ha salido oliendo a aguja, billete de veinte euros enrollado y colgándole de la nariz, o pipa aromática.
Y ni siquiera tiene zona de fumadores.
En la pared lateral de la discoteca, alguien con un sentido del humor un tanto críptico ha escrito en letras de color rojo: NO TE DROGUES, FLIPARAS.



DAMARIS BRONSKY HERNANDEZ.- Damaris era una cubana de veintidos dos años poseedora de un pasaporte español obtenido a través de su matrimonio con Severo Galíndez. Sus apellidos desparejos no deben extrañarnos, su padre es uno de los muchos cubanos con apellido ruso que nacieron unos meses después de la crisis de los misiles de los años sesenta Damaris vino de Cuba con su recién estrenado marido, de quien durante todo el viaje estuvo abrazada estrechamente, besándole el cuello y mordisqueándole las orejas.
En el mismo aeropuerto la esperaba su novio cubano. Ella en cuanto le vio le dijo a Severo que necesitaba ir a la toilettes –lo dijo así “toilettes” que con acento cubano queda precioso- y ya no la vio más.
Damaris era lo que vulgarmente se conoce como un gancho, trabaja “La guardería de Satanás”, no en “La guardería de Satanás”. Se mueve por los alrededores de la discoteca hasta que caza a algún posible consumidor de droga, entra con él en el local, se ofrece como ligue más o menos fácil, le dice que necesitaría algo para ponerse en marcha, que ella misma le puede acompañar a quien les pueda suministrar lo que necesitan, cualquier cosa que necesiten.
Tiene mucho éxito, casi todos los intentos acaban en venta de algo más fuerte que un cubata.
Aunque bien es cierto que en alguna ocasión Damaris debe trabajarse al futuro cliente con verdadera pericia y no es descartable que tenga que aplicarse con una mamada subrepticia en los lavabos de la discoteca. Pero eso son los gajes del oficio, es bien sabido que Dios inventó el trabajo para que los humanos nos ganemos el pan con el sudor de la frente. No hay diferencia si en este caso es el sudor de las encías.
Apenas es necesario decir que en cuanto el cliente ha comprado ella desaparecía en busca de un nuevo cliente.
Damaris era una experta desapareciendo.
Y está bien respaldada en caso de que surjan problemas.
Damaris apareció muerta en su domicilio, tenía una bolsa de plástico transparente anudada a la cabeza.
Pero esa no era la causa de su muerte, le habían partido el cuello.
De eso hace escasamente una semana.



RAUL ARGÜELLO ARGÜELLO.- Novio cubano de Damaris. En su país se ganaba el pan vendiendo a los turistas excitados ante tanta mulata de culo movedizo que pasea por El Vedado falsos potenciadores sexuales o cocaína tan falsa como los potenciadores sexuales. Entre sus amigos se le conocía como “El Yuma” debido a su insistencia en largarse al extranjero en el mismo momento que convenciera a una yuma para que le pagase, a cambio de sus favores sexuales, el billete de avión a su país, no importaba mucho el país de la yuma.
La yuma que le pagó el billete era una secretaria de dirección en una empresa radicada en Barcelona.
Mientras Raúl esperaba a que Damaris encontrase marido español, la yuma catalana lució novio cubano ante sus amigas.
Tardó un poco, su busca estaba limitada por la nacionalidad de su yuma, no servían italianos ni suizos, el candidato a su blanca mano debía ser español, a poder ser catalán, aunque esto último no era estrictamente necesario, solo más cómodo.
En el mismo momento en que Damaris dejó a Severo varado en el aeropuerto de Barcelona, Raúl desapareció de la vida de la secretaria de dirección. Raúl tenía un proyecto empresarial con un amigo marroquí que tenía conocimientos de química y los adecuados contactos para convertirlos en dinero.
Montaron una sociedad sin pasar por Hacienda, el amigo marroquí aportó conocimientos y contactos.
Raúl aportó a Damaris.
Raúl fue encontrado muerto en su domicilio el mismo día que falleció Damaris, le habían partido el cuello. En su cuerpo no se apreciaba ninguna señal de violencia o lucha, simplemente alguien le había roto el cuello usando las manos.
Teniendo en cuenta que Raúl era un buen mozo de veinticinco años, matarlo de la manera en que lo hicieron tenía merito.
La hora de la muerte de ambos coincidía.


MOHAMED EL AMBADÍ.- Socio de Raúl y Damaris. También conocido por los alrededores de la discoteca “La guardería de Satanás” como “Mohamed El Químico”, y “El Moro de las pastillas”.
En Marruecos, su país de origen, había trabajado durante nueve meses como dependiente en una farmacia, lo que consideraba bagaje técnico suficiente para manejar las sustancias que le servían de sustento. Durante su estancia en la farmacia descubrió que aquello, bien organizado, tenía futuro.
Al farmacéutico el futuro de Mohamed le pareció inaceptable, especialmente debido a que la materia prima la pagaba él sin provecho de retorno, sin contar que la amabilidad de la policía marroquí dista mucho de servir de ejemplo.
Mohamed no tenía la nacionalidad española y tampoco la necesitaba, al fin y al cabo él llegaba al país en avión y entraba como turista. De hecho en los últimos dos años había hecho turismo en nuestro país en cinco ocasiones y en la próxima ocasión que fuese deportado regresaría de nuevo por el mismo sistema.
Los españoles siempre recibimos bien a los turistas con dinero suficiente para pagarse una paella a precio demencial en una terraza de Las Ramblas, de La Gran Vía madrileña o de cualquier rincón de suelo patrio ávido de turistas. Y Mohamed llegaba con suficiente dinero para hartarse de paellas.
Lo había ganado vendiendo droga en los alrededores de “La guardería del diablo”.
El químico” era el encargado de cortar la cocaína, mezclarla con cualquier sustancia que se le ocurriese, hacer inventivas mezclas de pastillas (en función de los colores, por ejemplo) y cualquier cosa que sirviese para potenciar el porcentaje de negocio. Tenía muy en cuenta los efectos adversos que su actividad pudiese provocar en los consumidores, o en ocasiones en que estaba menos lúcido ni siquiera eso.
Pero en uno u otro caso le importaba una mierda.
El día anterior a la muerte de sus socios, Mohamed fue encontrado en un solar vallado a la espera de que la empresa constructora empezase las obras de una nueva nave industrial.
Tenía el cuello roto, no presentaba ninguna señal de lucha.
Daba la impresión de que se había dejado matar pacíficamente.



YOLANDA RIUS I BATISTA.- Tenía dieciocho años y unas piernas preciosas cuando la encontraron muerta en los lavabos de señoras de “La guardería de Satanas”. Muerta y drogada.
Yolanda era una adolescente de belleza espectacular cuando visitó por primera vez la discoteca donde algunos meses más tarde encontraría la muerte. A su manera también era un gancho, lo era como tantas otras semi niñas de belleza espectacular que rondaban por allí, pero ellas no comerciaban con nada, simplemente se dejaban admirar. A cambio de la admiración que despertaban entre el elemento masculino y la fama que le proporcionaban a la discoteca, los encargados les concedían barra libre y sonrisas.
Yolanda podía haber escogido al mismísimo dueño de la discoteca como novio, algo difícil ya que el dueño tenía sesenta y nueve años y una artrosis de caballo en distintas partes del cuerpo, incluida la polla. Ella prefirió dejarse seducir por Armando, uno de los encargados de seguridad del local. Un buen tipo con cara de malo.
Armando la adoraba, por defenderla hubiese sido capaz de matar con sus propias manos a la Ministra de Defensa.
Lamentablemente no tuvo la oportunidad de defenderla.



ARMANDO SISTACHS I VALENTIN.- Encargado de la seguridad en “La guardería de Satanas”, es uno de esos tipos que cuando les ves te dan la impresión de que su hobby es romper puertas blindadas a cabezazos. Piensa que a quien le guste el bricolage puede ir a recomponer la puerta, si así le apetece.
En realidad, normalmente es un tipo pacifico.
La muerte de Yolanda no le pareció en absoluto normal.
Fue él mismo quien, cuando una clienta le avisó de que una chica estaba tendida en el suelo de uno de los excusados, encontró el cuerpo desmadejado de Yolanda.
La falda había trepado muslos arriba mostrando unas piernas perfectas y unas diminutas bragas de color rosa.
Ninguna de las dos cosas hacía juego con el charco de vomito que la acompañaba.
Ya estaba muerta.
Despreciando todo lo que debe hacerse en estos casos, Armando levantó el cadáver y lo llevó en brazos hasta el despacho del gerente, con el brazo barrió todo lo que había en la mesa, la tendió con cuidado maternal, le arregló la ropa y se puso a llorar.
Cerró la puerta por dentro. No lo hizo para que la gente no le viese llorar, de hecho se podían escuchar los sollozos desde la barra del bar. Fue la policía quien le desalojó, le tuvieron que amenazar con hacer saltar a tiros la cerradura para que les abriese. Uno de los policías, molesto por la evidente injerencia de Armando en aquel asunto, entró con la intención de explicarle con toda la rudeza que su cargo imponía lo que se debía hacer o no en casos como aquel.
No esta documentado si fueron las lagrimas en el rostro de Armando o su metro noventa largo y los cientos diez kilos de músculo del hombre que hicieron recapacitar al policía. La cuestión es que se limitó a tomar nota de su nombre y cargo en la discoteca y recomendarle que estuviese disponible en todo momento para el interrogatorio.
Armando solo asintió con la cabeza, se lavó la cara en el aseo, se cambió de ropa y salió a la calle.
Damaris y Raúl se habían marchado a casa.
Mohamed aun rondaba por allí.
Mohamed siempre había sido un tipo de una curiosidad sin límites.


CAPORAL HERNANDEZ.- Cuando se hizo cargo del caso al Caporal no le cupo la menor duda de que aquel tipo con cara de malo y la estructura física de un rinoceronte era lo más parecido a un asesino convicto y confeso que había visto en su vida. Tenía el móvil, los medios, él era la propia arma homicida y la oportunidad.
Lo único que hacía falta era obligarle a confesar.
Durante el interrogatorio, al principio el Caporal Hernández se mostró comprensivo con quien fuese que se había cargado a aquel trio de malas bestias, lamentó con toda clase de adjetivos y lamentos la muerte de una criatura tan bella como Yolanda para ablandar a Armando y renovar la indignación que con toda probabilidad le había llevado a cometer el triple crimen.
Trucos de policía, nadie confiesa tres asesinatos por propia voluntad si no está en un estado mental muy alterado o profundamente arrepentido.
Así que vamos aceptar que es licito que la policía actúe como lo hace.
Además si Armando era realmente el asesino como tenía la seguridad el Caporal Hernández debía conducirle a un estado de alteración ya que no mostraba el menor signo de arrepentimiento.
Los arrepentimientos normalmente tardan en aparecer. En ocasiones tres o cuatro vidas.
Armando se mostraba hierático, poco comunicativo, daba la impresión de que todo le daba igual.
Un buen principio para llevarle a una confesión.
Entonces el Caporal le preguntó donde estaba en el momento en que se produjeron los crímenes.
Armando se encogió de hombros.
Hernández repitió la pregunta.
Armando le respondió que estaba en casa durmiendo.
-¿Solo?.
-Si, solo.
Aquello como coartada era un asco.
-Comprendo al tipo que se cargó a esos hijos de puta, -dijo el Caporal Hernández.
Armando le miró fijamente.
-Supongo que mucha gente lo comprendería, -remachó el policía.
Armando se encogió de hombros y sonrió levemente.
-¿Cómo te sientes ahora que…?.
-Bien, tan bien como si estuviese muerto,- dijo Armando apretando el puño contra la mesa.
El Caporal Hernández pensó que con aquellas manos no era difícil partirle el cuello a una persona, --Quizás si te quitas el peso que llevas encima te sentirás mejor, le dijo.
Armando asintió y miró fijamente la mesa contra la que apretaba el puño.
El Caporal Hernández pensó que ya lo tenía, que simplemente era cuestión de apretarle un poco más, no mucho, ahora se trataba de mantener silencio, dejar que la tensión hiciese su trabajo, esperar el derrumbe.
El Caporal Hernández se levantó, miró a aquel hombre y le dijo: -anda lárgate, está claro que tú no has sido.
Mientras lo decía pensaba en que la sociedad tenía una deuda pendiente con él y que si no se permitía aquel lujo ahora, cuando le faltaba apenas un año para jubilarse ya no podría cobrarla nunca.



SAUL HERNANDEZ VILLAR (q.e.p.d.).- Tenía veinte años cuando murió de una sobredosis de heroína. Murió tendido en el callejón de servicio de un almacén de electrodomésticos cercano a una discoteca de un polígono industrial. Su padre, quien acababa de ascender a Caporal en la policía autonómica, le prometió a su esposa que pillaría a quienes le habían proporcionado la droga. Y que Dios les cogiese confesados.
Lo intentó con todas sus fuerzas.
Nunca cumplió su promesa.
                                                                                         LA TIMIDEZ.-



Soy un hombre tímido e introvertido con las mujeres y me gustaría no serlo. En realidad soy más tímido que introvertido, en ocasiones conozco a una mujer a la que quisiera decirle que sus ojos me subyugan, que su sonrisa me hace soñar con inacabables noches de amor, que deseo viajar con ella por el mundo, tomados de la mano contando estrellas, dibujando nuestros deseos en la espuma de las olas, que si unimos nuestras ilusiones nada podrá detenernos. Pienso eso y mil cosas más mientras le tiendo la mano y le digo:

“Encantado de conocerte”. Luego me sonrojo.

Por si no se les ha ocurrido pensarlo, les aclaro que mi timidez trae aparejado un problema tangencial, lo que desde la guerra de Irak se conoce como “daños colaterales”: mi vida sexual es de una pobreza extrema.

En una charla de café, un terapeuta al que me une cierta amistad, quiso tranquilizarme: “Anímate, hombre, estoy convencido de que hay miles de mujeres que te desean”.

Probablemente tiene razón, aunque por desgracia yo no conozco a ninguna de ellas.

Un día, frente a un escaparate, un libro de autoayuda reclamó mi interés. Yo sé que necesito ayuda, también sé que en uno de estos libros no la voy a encontrar, pero aquél me llamó la atención, estaba encuadernado en formato grande y tapa dura, tenía una faja de color negro y en ella unas llamativas letras rojas rezaban: Primera Edición 150.000 ejemplares vendidos, el libro se llamaba “Cómo perder su timidez con las mujeres”, lo firmaba un tipo americano con apellido nórdico que en la fotografía que presidía el escaparate mostraba un aspecto más cercano a Proust que a Casanova. Para una primera edición, en nuestro país 150.000 ejemplares vendidos me parecía una cantidad desproporcionada, aun teniendo en cuenta que el aspecto lujoso del libro le hacía pertenecer a esa clase de libros que se compran para regalar y quizás nunca son leídos. Tampoco se podía descartar que por el mundo penase un exceso de hombres tímidos con las mujeres y la cantidad de ejemplares vendidos no era desproporcionada, en fin…

Entré en la librería, me acerqué a la pirámide de libros, tomé un ejemplar y hojeé al azar durante un par de minutos, la frase que abría el libro rezaba: “Cuando se encuentre frente a una mujer que despierte su deseo, piense que probablemente ella estará sintiendo el mismo embarazo que usted, quizás comparta sus mismos anhelos. Lo que con toda seguridad no desea es que usted los manifieste de forma brutal o inelegante. Eche mano de toda su ternura. Hágale saber con toda delicadeza que desea compartir con ella esos deseos que no se atreve a manifestar, no se apresure, déle tiempo al tiempo.”

Me ruboricé, dejé el libro en su montón y salí de la tienda.

Más tarde, en mi casa, pensé que la frase era en cierto modo tranquilizadora. Trataría de recordarla en el momento oportuno y tal vez me ayudara a no sentirme en un plano de inferioridad.

Por el tiempo en que sucedió lo que les cuento yo trabajaba en una empresa de informática. Uno de mis compañeros, Félix, era un tipo de armonioso cuerpo de metro ochenta y cinco, rasgados ojos verdes de gato, sonrisa agradable y enorme labia puesta al servicio de la seducción masiva de las féminas más atractivas de la ciudad. Yo le envidiaba, todos le envidiábamos, sin embargo él no nos lo tenía en cuenta, nos apreciaba. Algo a lo que no hay que atribuirle excesivo mérito, al fin y al cabo quien se beneficiaba a las bellas era él, nosotros aplaudíamos servilmente mientras tratábamos de aprender.

Un día, Félix me pidió que le acompañase a una cita que tenía con dos mujeres, Rosa y Marisa. A Félix le interesaba Rosa, a Marisa le interesaba Félix, yo debía entretener a Marisa mientras Félix seducía a Rosa. El plan era sencillo e ingenioso.

No sé si lo he dicho, pero yo después de decir “encantado de conocerte” y ruborizarme era perfectamente capaz de mantener una conversación coherente con una mujer; siempre, claro está, que no se tratase de seducirla, en cuyo caso después de ruborizarme balbuceaba frases más o menos inteligibles, lo cual provocaba que al poco rato de la mujer solo quedase el rastro de su perfume.

Lugar de la cita: un local de ambiente tranquilo y moderadamente íntimo del centro de la ciudad que se llamaba “La Taberna del Irlandés”, hora las siete de la tarde.

Félix puntual, yo puntual, Marisa puntual con cierta moderación; de Rosa ni rastro. Félix hace las presentaciones, la mirada gélida que me dirige Marisa muestra el mismo entusiasmo que mostrarían las cenizas de mi abuelo. Me cataloga como un O.M.N.I. (objeto molesto no identificado). Nos informa que Rosa llegará un poco tarde, le han surgido unos pequeños flecos inesperados de última hora. Nos sentamos y pedimos bebidas.

Marisa con un ingenioso movimiento táctico copiado de las tropas napoleónicas en la batalla de Borodino (7 de septiembrede 1812) escoge una mesa rinconera en la que ella y Félix quedan emparejados y yo arrinconado y solo en un extremo. Me siento próximo al shock, ese estado turbador que experimento en un velatorio o en la fiesta de cumpleaños de una sobrina pelma.

Supongo que se hacen una idea de la situación, ¿verdad?

Marisa se apodera del metro ochenta y cinco de Félix, de sus ojos verdes de gato y trata de hacer lo mismo con sus deseos. Yo rezo al Señor e imploro benevolencia

Marisa ataca de forma inmisericorde al gato. En cuanto yo trato de meter baza en la conversación me ataca con un “Grrrrrrr” audible desde la otra punta del local. Félix en algún momento trata de disculparse conmigo, se encoge de hombros por detrás de Marisa, su mensaje parece decir “yo no he sido”. Yo me siento como Pepito Grillo sin Pinocho, como Robinsón Crusoe sin Viernes, como Wherter sin Lotte, ni siquiera me atrevo a sentirme como Romeo sin Julieta.

Han transcurrido veinte minutos y Rosa no ha aparecido, el primer whisky se ha agotado y pido el segundo. Marisa me mira acusadoramente, su mirada dice “borracho de mierda, piérdete, grrrrrr”. Félix también ha pedido un segundo whisky pero lo suyo es distinto, Marisa le adora, hasta borracho se lo llevaría a casa, lo metería en la cama y lo arroparía. Después de violarle, por supuesto.

Han transcurrido treinta y cinco minutos desde que estamos allí Marisa, el gato y yo. De repente en la sala se hace el silencio, el murmullo de las conversaciones cesa y todas las miradas se dirigen hacia el mismo punto, acaba de entrar lo que la gente de la generación del “botellón” y “la play” conoce como “un pibón” (ominosa acepción que indica que no se ha hecho la miel para la boca del cerdo y mejor te dedicas a otra cosa).

-Mira, -dice Marisa, -ya ha llegado Rosa.

-Joooooder, -musito yo.

Menos mal, piensa Félix gatúnamente.

-Hija, ya era hora, -dice Marisa.

-Uff, qué lío, pensaba que no llegaba, -dice Rosa mientras el local va recobrando el ritmo de las conversaciones que su aparición había acallado.

Rosa es el resumen y la culminación de todas las mujeres a las que había deseado hasta aquel momento. Todas las manos que había tendido musitando “encantado de conocerte” las había tendido tratando de alcanzar la suya. Me esfuerzo furiosa e infructuosamente en recordar las frases del maldito libro de autoayuda que aquel día hojeé en la librería y lo único que puedo recordar es la faja de la cubierta y su mensaje “Primera edición 150.000 ejemplares vendidos”. Retazos sueltos del mensaje que leí flotan entre mis sinapsis, cosas que relacionan el tiempo con el deseo y la necesidad de no dejar pasar la ocasión. Pero ¿cómo demonios se hacía? Quizás no llegué a este punto.

Todos de acuerdo en que así no íbamos a ninguna parte, ¿no es cierto?

Marisa reagrupa sus fuerzas y lanza un nuevo ataque al flanco izquierdo del gato, que retrocede.

Rosa me mira y sonríe. Lo hace bien, me pregunta acerca de la conversación que Marisa y Félix mantienen con tanto entusiasmo.

-¿De qué hablan con tanto entusiasmo esos dos?.

-De cine, de literatura, cosas así, -informo puntual y servicialmente.

-Ya decía yo, no entendía nada, -confiesa la bella.

-Yo te lo cuento, si quieres, -me ofrezco servicial y puntualmente.

Mis nervios desatados lanzan poco tranquilizadoras descargas eléctricas que recorren, inmisericordes, mi cuerpo.

-Vale, -sonríe escéptica Rosa.

Me acerco y le pido que se acerque un poco. Aprovecho su movimiento para besarla suavemente en los labios mientras noto como el rubor cubre mis mejillas. Rosa planta una mano en mi hombro y ejerce presión hacia delante. Yo no intento hacer fuerza pero procuro que mis labios no se separen de la suavidad y calidez que emana de los suyos. Antes de separarse definitivamente de mí tengo la impresión de que duda.

-¿Lo has entendido? –pregunto esperando el bofetón protocolario.

-No del todo, -sonríe.

-En esta ocasión me sonrojo antes de besarla de nuevo. No hay mano pudorosa que trate de salvaguardar su honor. Compartimos la tarea y el resultado es más que aceptable, en realidad a mí me parece glorioso pero como aún no sé cómo lo puntúa ella, hago una media aritmética modesta y me quedo en aceptable.

-Te has sonrojado, -me dice Rosa sonriendo ampliamente.

Marisa y el gato nos miran estupefactos.

-Pero, ¿os conocíais de antes? –pregunta Marisa observándome con un respeto que acaba de estrenar y aún no sabe cómo funciona.

-No, pero ¿a que es simpático?, -dice Rosa con malicia.

-Yo creo que Félix y Marisa están muy ocupados, ¿qué te parece si les dejamos tranquilos y tú y yo no vamos a hacer el amor?, le susurro al oído a Rosa, acercándome lo suficiente para ocultar el nuevo rubor que cubre mis mejillas y encomendándome a Santa Valeriana del Feliz Desespero. .

-Tú estas loco, ¿no?, -me pregunta Rosa acercándose a mi oído, ella también sabe susurrar.

-Oye Rosa, me acompañas al servicio, -dice Marisa.

-No, mañana hablamos, ¿eh?, nosotros nos vamos.

Los ojos del gato fulguran suavemente en verde, Marisa duda entre la felicidad de tener a Félix para ella sola y poder intentar el asalto definitivo, y la legítima aspiración a un conocimiento que se le escapa. Hace un ligero amago de levantarse, Félix la toma suavemente del brazo y se lo impide. Su gesto magnánimo me hace comprender que él será siempre el maestro.

Marisa aprovecha el movimiento de rendición para apoyarse en mi amigo, su generosa teta izquierda se acopla con facilidad al hueco que forma el brazo del gato. Les deseo toda la felicidad del mundo, deseo ser el padrino de su primer vástago, he de recordar decírselo mañana al gato.

En la calle tomo a Rosa de la mano, pienso que si alguien me hubiese dicho que iba a cometer semejante desafuero no le creería. Yo lo único que quería era acercarme lo máximo posible al consejo que leí en aquel libro de autoayuda, un consejo que no pude recordar con claridad en ningún momento mientras miraba a aquella mujer. Pero ella está a mi lado y me dice que es mejor que vayamos a su casa, que preparará algo de cena. Yo supongo que debe estar pensando que no le resultará sencillo encontrar a un loco amable como yo, que es una experiencia que tal vez merezca la pena. También pienso que es posible que esté ajustando cuentas con Félix, con Marisa o con ambos. Ha escogido la mejor manera de hacerlo, por mi puede pasar cuentas con la totalidad de Los Caballeros de la Mesa Redonda.

La noche es un derroche de pasión y ternura, una pirotecnia hormonal que nos deja agotados. Rosa tiene la piel suave, huele a polvos de talco y a vicio inocente. Cuando acabamos de hacer el amor casi nos amamos. De vez en cuando me mira y me dice: -Ya no te sonrojas.

Y me sonrojo.

Ella ríe.

Por cierto, aquella noche no cenamos. Ya sé que esta es una observación banal, pero no soy capaz de mostrar contención cuando pienso en ello.

La vergüenza la pasé al día siguiente. Llegué tarde a trabajar, Félix le había contado gatunamente el episodio al departamento entero.

En cuanto piso el umbral, un silencio denso se apodera de la oficina, Félix se pone en pie y hace una señal, la totalidad del personal, incluido el Director de Delegación, se levanta de sus asientos y me dedica una cerrada ovación; se escuchan Hip Hip Hurra, Oé, Oé, Oé y demás manifestaciones de reconocimiento burlón. Me muero de vergüenza y me largo a tomar cicuta.

Al regresar, el ambiente está más calmado aunque la gente sonríe y me mira. En el cuarto de la fotocopiadora, Isabel, la belleza oficial de la compañía me arrincona sin necesidad contra la estantería del tóner, puedo disfrutar de su perfume y de un olor más personal que a esta distancia se hace evidente; para salir del cuarto gira en el sentido equivocado y sus pechos se pasean brevemente por el mío.

-¡Uy perdona!, -dice con una sonrisa más falsa que el arrepentimiento de un político.

Al salir, aquella tarde, pasé por la librería donde hacía algún tiempo había visto aquel libro de autoayuda “Como perder su timidez con las mujeres”. Entré y me acerqué al montón donde se exhibía, habían cambiado la faja de la cubierta, ahora decía: “Tercera Edición, un millón y medio de ejemplares vendidos en todo el mundo”. Con un ejemplar en la mano me dirigí a la caja y se lo tendí a la dependienta.

-Es una verdadera joya, hace milagros, -le dije.

Nos reímos los dos. Al devolverme la tarjeta de crédito, observé que me miraba con cierto interés y su mano rozó la mía.

-Bueno, espero que disfrute con la lectura, ya me dirá si funciona, -me dijo. Tenía unos bonitos labios.

-Claro, lo haré, -lo dije sin ruborizarme.

Quizás tenga que cambiar mi opinión acerca de los libros de autoayuda, aunque bien mirado yo les recomendaría que no vayan más allá del prologo. A mí me fue bien, aunque si lo compré fue como agradecimiento al autor ya que no podía invitarle a una copa



UN ESPISODIO BUCOLICO.-




Hace días que vengo anhelando un soplo de naturaleza, quiero apartarme de la vida ciudadana, aunque sea un simple fin de semana. Quiero experimentar una vuelta a los orígenes, aspiro a la meditación, a la soledad, a la introspección.

Estoy sentado frente al ventanal de mi ático, en la octava planta de un edificio estrecho situado entre una lavandería y una empresa de mensajeros. Vivir en un ático tiene su 
s de amplias vistas de una enorme cantidad de antenas de televisión, y el ruido de fondo ciudadano llega amortiguado, convertido en un modesto estruendo que si bien trabaja de forma continua los nervios se hace poco evidente. Decido llevar a termino mi proyecto este mismo fin de semana.

Mientras medito en mi inminente escapada, mi vecina del séptimo, una mujer con el aspecto disuasorio de una tienda de campaña, que inevitablemente me hace pensar en algunos aspectos lamentables de la reproducción humana, me visita para informarme que a causa de algún problema en mi cuarto de baño, el suyo tiene humedades.

Le prometo ocuparme de sus humedades y casi de inmediato me arrepiento. Mi perra Penélope, siempre atenta a mis necesidades, asoma el hocico entre mis piernas y gruñe amenazadora. Mi vecina, mientras huye, me cuenta que en su adolescencia un perro la ataco y desde entonces la aterran.

Cierro la puerta y retribuyo a Penélope con una galleta para perros con sabor a queso. La galleta, por supuesto, no hay perros con sabor a queso.

En una agencia de viajes, he alquilado una cabaña de montaña en un pequeño complejo turístico situado en el Pirineo Catalán. La muchacha que me atiende asegura que en esta época del año podré gozar de tanta intimidad como desee. Mientras me lo cuenta le observo el escote con ambigua lujuria y trato de determinar si mi deseo es suficiente para emprender alguna acción. No llego a ninguna conclusión, y dejo que mi mirada se deslice hacia una revista con más colores que letras.

La semana se agota oscilando entre el aburrimiento y el derroche inútil de adrenalina, sin embargo el Viernes viene acompañado con la promesa de un fin de semana en contacto con la Naturaleza. Voy a dormir deseando que la noche transcurra con rapidez.

En estos momentos estoy conduciendo hacia el lugar escogido, he madrugado soezmente, eso me permitirá llegara al complejo de cabañas alrededor de las once de la mañana. No me acompaña siquiera un teléfono móvil que pueda tentarme.

La salida de la ciudad es una procesión lenta que ataca al sistema nervioso de los conductores. Paro en una gasolinera para repostar y un tipo cuya fotografía quedaría perfecta en un articulo sobre crímenes contra la humanidad, me acusa de no guardar el turno y se acerca amenazador. Le reciben las fauces babeantes de Penélope que acompañan a ese gruñido bajo tan clarificador de sus intenciones.

El tipo se larga. Yo busco inútilmente las galletas con sabor a queso que he olvidado en casa.

Llego al complejo de cabañas en el Pirineo alrededor de las doce, la encargada, una mujer de mediana edad con el rostro atezado por el sol y la agilidad propia de quien vive en contacto con la Naturaleza, me indica la cabaña en cuestión, me informa que solo hay otra cabaña ocupada de las seis restantes, que no esperan a más visitantes, y que tendré un tiempo espléndido. Me avisa de que la piscina que hay en la parte posterior del complejo esta lista para usar, pero que a estas alturas de la temporada no cree recomendable hacerlo. Lamenta que no estén preparados los troncos cortados para el hogar –el encargado de mantenimiento del complejo sufre un ataque de reuma esta semana-, pero en un cobertizo que me señala con la mano extendida, puedo encontrar un hacha. También un numero suficiente de troncos sin cortar.

Antes de marchar, me dice que en la otra cabaña ocupada hay una señora joven muy atractiva y simpática. Queda en silencio durante unos breves instantes, mueve la cabeza dubitativamente y afirma que no cree que necesite prender el hogar. La relación entre ambas informaciones me deja sumido en un mar de reflexiones ambiguas.

Se aleja en una motocicleta de baja cilindrada, murmurando algo acerca de unas vacas que están nerviosas y necesitan ser ordeñadas. Compruebo que había olvidado que las vacas son seres que necesitan ser ordeñadas y culpo de ello a los bricks de leche pasteurizada. Me imagino aferrado a las ubres de una vaca neurasténica y sonrío. Me siento feliz, la Naturaleza comienza a afectarme positivamente.

Las cabañas están situadas en una explanada desforestada. A espaldas de ella y a unos cien metros, un bosque denso invita a adentrarse y charlar con las hadas, gnomos, trasgos, elfos y demás habitantes habituales de los parajes incontaminados.

Enfrentado al complejo de cabañas, un río de aguas cristalinas y rumorosas acompaña al silencio del paisaje idílico, un puente pequeño, de piedra y pasamanos de madera pulida solo por las manos que se han apoyado en él, invita a cruzarlo y adentrarse en la fronda de pinos y otros especimenes arbóreos que me resultan tan familiares como el comportamiento de las Supernovas.

Más allá, en una lejanía difícil de calibrar, unas montañas abruptas, se aproximan artificialmente a causa de la pureza del aire -no descarto que la pureza del aire las aleje en lugar de aproximarlas- y la nieve aun las cubre en buena parte de su superficie. El conjunto es de postal, el aire puro llena mis pulmones y me siento feliz.

Frente a una de las cabañas está aparcado un pequeño todo terreno y me imagino que pertenece a la señora joven y atractiva que ha mencionado la encargada del complejo. Más tarde iré a saludarla. Tal vez sea ella quien venga a presentarme sus respetos, el más antiguo acostumbra a ejercer de anfitrión. Será bien recibida.

Dedico unos instantes a reconocer la cabaña que me ha sido asignada, en su interior una estufa eléctrica y un par de mantas gruesas, me hacen pensar que no será necesario convertirme en leñador improvisado, por romántico que resulte el fuego del hogar. En la despensa hay latas de conserva y colgada de la pared, una brillante batería de cocina parece esperar ordenes. Una pequeña nevera contiene una docena de huevos, un plato de chuletas, butifarras crudas, butifarra negra y blanca. Típico.

Suficientes utilidades en un lugar paradisíaco, la combinación perfecta para un fin de semana bucólico. Penélope rastrea con su largo morro todos los rincones del lugar y parece encontrarlo todo a su entera satisfacción, ya que se tumba en la cama adosada a la pared del fondo y resopla satisfecha.

Salimos al exterior para un reconocimiento más a fondo, Penélope trota a velocidad endiablada, saltando y efectuando cabriolas inverosímiles. Es la sabia alegría de los seres naturales.

En el pequeño puente de piedra que permite cruzar el río, puedo apreciar toda su belleza, el agua de una claridad casi sobrenatural para un barcelonés, en su avance impetuoso forma pequeños remolinos burbujeantes. De vez en cuando no es nada extraño divisar truchas nadando. En realidad imagino que son truchas, pero si alguien asegurase que son merluzas en fase de crecimiento, no sería capaz de llevarle la contraria. Si a lo largo de mi vida hubiese aprendido a pescar con caña, en este momento lamentaría no haber traído los aparejos de pesca. No es el caso.

Paseo por un prado de verdor sereno y siento como la tensión de la gran urbe me va abandonando con cada paso que doy. Me adentro en el bosquecillo cercano seguido de mi perra que ladra alegremente. Un rumor sobre mi cabeza provoca en mi un ligero sobresalto, son ardilla juguetonas saltando entre las ramas. Nunca hubiese llegado a pensar que la belleza sencilla de esos animales llegaría a emocionarme, se mueven con una ligereza que las convierte en manchas rojizas, en ocasiones su cola bate sobre las ramas y provoca un desprendimiento de pinaza sobre mi cabeza que me hace sonreír.

El bosque que desde el río parecía de una densidad impenetrable, en su interior no lo es tanto, hay claros por los que se filtran los rayos del sol y forman arabescos de luz en el suelo cubierto de musgo y hojas muertas. Rumores de vida no contaminada se esparcen con suavidad por doquier y permiten que el espíritu se serene y eleve. Siento una desconocida satisfacción.

Doy un largo, exhaustivo paseo gozando de todas y cada una de las maravillas que la Naturaleza me ofrece. Al cabo de un par de horas, estoy cansado y decido regresar, el rumor del río que serpentea alrededor del bosque me guía de vuelta al puente de piedra.

El sol arranca destellos plateados de las aguas del río y no puedo evitar permanecer asomado al pretil, respiro con fruición un aire de pureza dolorosa que las montañas nevadas parecen generar.

Al cabo de un tiempo que no sabría determinar, siento un intenso frío en los pies. Mi calzado de ciudad está mojado y en un estado lamentable. No me importa, al regreso compraré otro par para sustituirlo. Regreso a la cabaña, el largo paseo me ha despertado un apetito feroz y me dispongo a preparar la comida. Encuentro lo necesario para preparar allioli, lleno un mortero entero y lo pongo sobre la mesa, al cabo de un rato le acompañan un plato de chuletas, una butifarra cruda y una cantidad, quizás exagerada, de judías de lata. Para beber he encontrado una botella de vino tinto sin etiquetar, tiene un sabor áspero, aunque poco sospechoso de la habitual adulteración industrial. Como con apetito feroz, hacía tiempo que no comía con tal abundancia y con tanto gusto. Probablemente es eso lo que me provoca una soñolencia que me lleva a tumbarme en la cama.

Me despierto un par de horas más tarde, siento el estomago pesado y una molesta acidez que me devuelve el sabor de la comida. Salgo a pasear a fin de favorecer la digestión. El sol se está poniendo, el viento es un estilete gélido que me provoca un escalofrío agudo y me obliga a regresar a la cabaña, prender la estufa eléctrica y esperar que mi cuerpo reaccione. Me pongo un jersey grueso que no he olvidado traer y contemplo el paisaje agreste a través de la ventana que se empaña con facilidad debido a la diferencia de temperaturas entre el interior y el exterior.

Al cabo de una hora, entre el calor de la estufa y el grueso jersey, sudo. El ardor de estomago a estas alturas se ha convertido en una molestia considerable, rebusco por la despensa y en el pequeño botiquín del cuarto de aseo. Mis caseros son más aficionados a la butifarra que a los antiácidos y a falta de ellos decido salir a dar una larga caminata que me ayude a digerir el exceso de comida, ahora que entre el jersey y el calor de la estufa ya no siento frío.

En el exterior, el anterior viento gélido se ha convertido en un frío demencial que me hace regresar tiritando a la cabaña. La magnifica puesta de sol que llena de rojos incandescentes la blancura de las lejanas montañas, me seduce tanto como el discurso de toma de posesión de un primer ministro albano en estado de delirio etílico. La acidez aprieta. Cojo el coche y me dirijo al pequeño pueblo situado a siete kilómetros de distancia para proveerme de un antiácido potente.

El pueblo es un amontonamiento solitario de casas bien pertrechadas para soportar las bajas temperaturas. Me dirijo al bar, el único edificio de iluminación notoria, para averiguar la ubicación de la farmacia. El local está regentado por un matrimonio de aspecto averiado que parecen ser capaces de comunicarse con gestos y miradas que recuerdan el protocolo de una danza de apareamiento. Me indican amablemente la manera de llegar hasta la farmacia.

En este pequeño pueblo, no hay distancias y la encuentro con facilidad, pero está cerrada, aunque han tenido la precaución de poner la relación de las farmacias de guardia. La más cercana está en un pueblo situado a treinta y cinco kilómetros de distancia según me cuenta el dueño del bar a donde he regresado en busca de un asesoramiento, a cada minuto que pasa más perentorio a causa de mis molestias estomacales. El buen hombre me informa de tres cosas: La primera es que me podría indicar el domicilio particular del farmacéutico, pero que no merece la pena, ya que ha ido a pasar el fin de semana a Barcelona. La segunda, que el camino que conduce al pueblo donde debe haber una farmacia de guardia, es una pista forestal de difícil transito y que siendo yo forastero y no conocerla, considera francamente peligroso que me atreva a desplazarme hasta allí en plena noche. La tercera es que él, lo único que puede hacer es darme un vaso con Sal de Frutas Eno. Y rápido porque está a punto de cerrar.

Son las ocho de la noche, cuando llego a mi cabaña. La luz de la cabaña donde mora la señora joven y atractiva, sigue cerrada.

En el interior de mi cabaña compruebo que a pesar de haber dejado la estufa eléctrica encendida, el frío es intenso. Salgo al exterior dispuesto a cortar unos troncos del cobertizo y encender el hogar, lo cual además de dotar al ambiente del sabor natural que yo he venido buscando eliminará el problema del frío. Penélope me acompaña, corremos hasta el cobertizo, allí encuentro los troncos sin cortar y un hacha convenientemente afilada para cortarlos.

A los quince minutos de dar furiosos hachazos a diestra y siniestra he cortado tres miserables troncos, con diferencian los más delgados del montón, tengo la sensación de que el mango del hacha arde en mis manos, y en un par de ocasiones he estado a punto de cortarme un pie, concretamente el izquierdo. Como compensación el ejercicio violento ha hecho desaparecer el frío. Ahora sudo profusamente.

Cuando regreso a la cabaña al cabo de cuarenta minutos, llevo bajo el brazo –con las manos no puedo aguantarlos debido a unas llagas sangrantes que me ha producido el mango del hacha- cinco miserables tronquitos que dudo sean de mucha utilidad. He conseguido no cercenarme el pie, sin embargo.

En la cabaña encuentro sin dificultad los elementos necesarios para prender el hogar, lo que no encuentro es el manual de uso y disfrute. Tras arduos esfuerzos consigo que los troncos ardan produciendo una humareda digna del incendio de una fabrica de pesticidas. El frío es solo un lejano recuerdo. Ahora temo morir intoxicado, si antes el humo no me ha asfixiado.

La acidez de estomago ha disminuido lo suficiente para que no maldiga mi estampa, sin embargo no me siento con animo para preparar la cena. Me acomodo cerca de la ventana para gozar del paisaje, la oscuridad en el exterior es una manto denso como un caldo de cultivo. Siento pena de mí mismo. No lloro por temor a que las lagrimas al congelarse en mi cara, me produzcan daños duraderos.

Por supuesto no hay televisor, rompería el encanto de la rusticidad. Me percato de que he olvidado añadir un libro a mi equipaje.

Salgo aterido, quiero comprobar si hay luz en la cabaña ocupada. En la oscuridad piso algo blando y vivo, y caigo mientras mi victima huye con un rumor viscoso. Regreso a mi cabaña antes de comprobar si hay luz en la otra.

La ingestión del humo que desde el hogar rebota hacia el interior de la cabaña, comienza a parecerme peligrosa. Al parecer el viento sopla en la dirección errónea esta noche. Tal vez la Naturaleza haya decidido asesinarme. De cualquier manera es un problema relativo, ya que mi provisión de troncos pronto queda reducida a unas patéticas cenizas que humean débilmente en el fondo del hogar.

No me siento capaz de afrontar los riesgos del exterior, ni el frío polar, ni el martirio de aferrar el hacha con mis manos ensangrentadas. Añoro una autopista iluminada que me conduzca a la civilización en el menor tiempo posible, pero no me atrevo a buscarla cruzando territorio enemigo.

Recuerdo las mantas y me consuelo un tanto. Preparo la cama, compruebo que la estufa eléctrica sigue encendida y me dispongo a dormir. Apago la luz. En cuanto cierro los ojos averiguo dos cosas. El rumor del río a pesar de la distancia es un ruido estrepitoso. Para compensar el viento soplando entre los árboles del delicioso bosquecillo es un espanto ululante digno de una película de terror.

¿Será cierto que los ríos y los bosques de montaña están habitados por seres malignos que se alimentan de los desprevenidos habitantes de la ciudad?. ¿Y si la otra cabaña está ocupada por un psicopata sediento de la contemplación de mis vísceras sangrantes expuestas al frío de la noche por la acción de su sierra eléctrica?.

El frío intenso, a pesar de las mantas y la estufa, me acosa y obliga a olvidarme de tonterías. Recuerdo haber visto en la alacena una botella con un resto de coñac barato y la vacío a tragos rápidos. Sin duda es más eficaz como un rápido promotor del estado etílico que como remedio para el frío. Le ruego a Penélope que suba a la cama y me abrazo a ella. Así consigo conciliar un sueño borroso, ahíto de vaharadas alcohólicas e interrumpido de vez en cuando por el tamborileo de las ardillas, esos malditos animales peludos, en el tejado de la cabaña.

Me despierto aterido, aquejado de una resaca angustiosa y con el recuerdo de la acidez presente. La oscuridad, extenuada, cede el paso a los primeros albores, de un gris sucio, que apuntan tras las montañas. Sigue haciendo un frío de cojones. Me consuelo pensando que los temblores que recorren mi cuerpo no son mayores que los de un yonquí aquejado de síndrome de abstinencia. De nuevo me amodorro abrazado a Penélope. Al despertar las llagas de mis manos ya no sangran, pero duelen más que ayer. Penélope me da un lametón solidario que agradezco rascándole el lomo. Debo hacerlo con los dedos extendidos a causa de las llagas.

Miro por la ventana, el sol luce en todo su esplendor y el paisaje es la maravillas que me cautivo ayer. Pero, francamente, estoy más que harto del ruido insoportable del río, la sola visión de las cumbres nevadas me hace tiritar, el bosque que me rodea e intenta ahogarme o convertirme en árbol, me entristece de tal manera que me pondría a llorar si no fuese porque me da vergüenza que me escuchen las truchas. El rumor del viento entre los árboles me crispa los nervios, y siento deseos de gritar obscenidades. Gustosamente saldría a exterminar ardillas a hachazos. O mejor aun, con un lanzallamas.

Salgo a escape en busca de la autopista más próxima. Desde que llegué ayer han transcurrido eternidades de tiempo.

Paso frente a la otra cabaña habitada en el momento en que una mujer de unos treinta años, vestida con unos pantalones cortos que ciñen unas bellas piernas, y una camisa a cuadros anudada a la altura del ombligo, sale y me saluda sonriente, agitando una mano en alto. ¿Dónde demonios estaba ayer por la noche?.

Aprieto el acelerador y paso por su lado despidiendo una nube de piedras y polvo, obviando su mirada de extrañeza. Es Circe en busca de nuevos integrantes para su piara.

¿Qué otra cosa podría ser?.

FIRMADO: HUMPHREY


UN CUENTO NEGRO





Mi editor me llamó a las diez de la mañana para pedirme que escribiese un cuento.

-Un cuento negro, tío, uno de esos cuentos con muerto, violento y triste, ya sabes lo que le gusta a la gente.

-¿Para cuando lo quieres?.

-Como mucho tres o cuatro días.

-No tengo nada.

-Invéntalo, puedes hacerlo.

No se me dan muy bien los cuentos muy cortos y se lo dije.

-Inténtalo, -repitió

Me olvidé del cuento y seguí a lo mío, era la tercera vez que enfocaba el final de una novela que seguía resistiéndoseme



El teléfono móvil sonó a las cinco de la madrugada avisando de la entrada de un mensaje. Leí : “Mi madre Sonia Valentí ha muerto hoy, ha sido una muerte tranquila”

A los diez minutos, mientras pensaba en Sonia Valenti, el teléfono pitó de nuevo, el mensaje repetía exactamente el anterior. Imaginé que Sonia me tenía en dos agendas diferentes, quizás en la misma y que su hijo estaba avisando a todos los conocidos. Pero en una sería Luis y en la otra Guti, como acostumbraba llamarme cuando nos conocimos. Al día siguiente comprobaría, al hablar con el hijo de Sonia que tenía razón.

Cuando nos conocimos yo tenía diecisiete años y ella dieciséis, aparentaba veinte y en realidad tenía catorce, aunque de eso me enteré muchos años más tarde, me lo confesó ella misma. Íbamos a la misma pandilla a bailar los domingos. En realidad “pandilla“ es una palabra que no me gusta, suena a policial, y este es un cuento negro, para nada policial.

Nos enamoramos de forma fulminante con ese primer amor ingenuo, apasionado, dulce, estúpido e inolvidable. Ese ensayo, casi siempre efímero, que nos prepara para otros amores cada vez menos ingenuos, más interesados, menos duraderos en la memoria, a no ser que acaben en matrimonio, divorcio y sus consecuencias en ambos casos. 

 

Nos recuerdo bailando apretados, buscando el rincón de luz más tenue para besarnos. Aunque la realidad sería que yo intentaba buscar sus labios y ella me los escondia, aunque trataba de compensarme presionando su cuerpo contra el mío y apretándome la mano con fuerza, algo así como una caricia desesperada. En algún momento, mientras Adamo cantaba “La Nuit” o Nico Fidenco “Legatta a un granello di sabia”, (está última era nuestra canción y si por alguna razón estábamos enfurruñados al oírla nos buscábamos con la mirada y corríamos el uno hacia el otro) ella acercaba sus labios a mi oído y decía “lo siento” y me besaba en la mejilla, luego me regalaba un apretón de mano que me dejaba dolorido hasta el día siguiente. Tenía catorce años, aunque yo no lo supiese, y en aquellos momentos España era todavía la reserva espiritual de Europa y hasta del mundo entero. Eran los años sesenta, aquella época en que en EEUU los hippies se hartaban de hacer el amor y nosotros nos hartábamos de pensar si aquello sería posible. Pecado, por supuesto ya sabíamos que lo era y nos importaba un huevo ¿pero posible?.

Que gente más afortunada los hippies.

No sé si lo he dicho, pero era bellísima, con poco más de dieciseis años ya le pagaban para que luciese vestidos de modistos famosos. A los dieciocho conoció a quien sería su marido, un chaval millonario por familia y por vocación. Yo había desaparecido de su vida y ella de la mía. Años más tarde me contó de su vida, aunque sería mejor decir de su escasamente afortunada vida. Según me contó aparte de sus hijos y su amor de madre, dinero tuvo mucho, felicidad escasa y a ratos, algún maltrato físico y bastantes más sicológicos.

Uno de esos cuentos de hadas que empiezan con boda y acaban con lágrimas.

El tiempo tampoco había sido respetuoso con su legendaria belleza, aunque para mi seguía siendo aquella preciosidad de candida mirada azul que me apretaba la mano, hasta casi hacerme daño, para pedirme perdón por no permitir que la besara como Dios manda. Nunca dejé que me destruyeran el recuerdo de mi primer amor, el tiempo puede destruir casi cualquier cosa, pero no los recuerdos que uno quiere conservar.

Y escribí este cuento.

Y se lo envié al editor.

Y mi editor me lo devolvió

Y me dijo que “que coño, eso no es un cuento negro”.

No quise discutir con él, pero al releer el cuento pensé que no le faltaba nada para ser un cuento negro. Tenía un muerto, una mujer que apenas había alcanzado la sesentena y a pesar de todos los pesares sentía unas enormes ganas de vivir y ser feliz. También tenía un misterio el cuento: como, alguien que lo tenía todo para alcanzar la felicidad fue tan infeliz. Al parecer también hubo algo de violencia física. Y era triste tal como me había pedido que fuera.

¿Qué coño quería mi editor?

¿Qué coño quería yo a estas alturas?.

Pues escribirle un cuento que fuese al tiempo una despedida.

                                                     
ENCUESTA.-



Resumen de la encuesta amplia efectuada en todas las capas de población de la sociedad española y cubriendo la totalidad del territorio nacional. Un posterior análisis exhaustivo de los datos obtenidos nos permite asegurar que el resumen que aquí presentamos es representativo de la sociedad española.

La pregunta efectuada por nuestro equipo de encuestadores fue: ¿Considera que la manipulación genética con fines de mejora del ser humano y sus actos es compatible con la ética imperante en nuestra sociedad?.

La transcripción de las respuestas se ha ajustado a una sintaxis convencional, prescindiendo de determinados giros idiomáticos propios del encuestado, pero respetando en todos los casos el sentido de sus palabras.



Sujeto encuestado: Marcelino Vélez. 33 años. Albañil. Bobadilla del Monte

Respuesta: A mi la manipulación no es lo que más me gusta, pero en ese tipo de cosas cada uno tiene derecho a disfrutar como Dios le dé a entender. Me parece que lo de la manipulación es cosa de jóvenes, porqué a partir de cierta edad, no sé yo. Aunque mentiría si dijera que nunca le he echado mano a ese recurso, valga la redundancia, como dirían ustedes, que uno también tiene su cultura. Lo qué quería decir es que cuando la genética aprieta y no tienes hembra a mano, algo tienes que hacer.


Sujeto encuestado: Toribio Launa, 64 años. Funcionario. Zaragoza.

Respuesta: ¡Que manipulación genética ni que leches! Cada uno nace como nace y no hay que tocarlo que luego pasa lo que pasa con todas esas enfermedades raras que nos están echando encima entre los unos y los otros. O sea, a cada uno lo que Dios le ha dado. Y como decía mi abuela: cada cual es cada uno y tiene sus “caunadas”.

Y el Ebro que se quede donde está, que con la coña de tanto avance y con la excusa del progreso y la solidaridad aun nos lo van a llevar a donde el gobierno quiera. Que ya sé yo adonde sería ¿eh?.



Sujeto encuestado: María de la Concepción Faures, 55 años. Ama de casa. Guadalajara.

Respuesta: Mira chica, en mis tiempos todo esos adelantos no se llevaban, pero bien que nos apañábamos. Eso sí, siempre dentro del máximo respeto y cristianamente, cada uno en su casa, no como ahora que los ves por la calle como los perrillos. Y fíjate bien en lo que te digo: cinco hijos con mi Mariano y aún le tengo detrás de mí cada vez que me agacho, que se pone como un burro. Y eso que una ya no es lo que era en sus buenos tiempos, que los años no pasan en balde para nadie. Te digo yo lo que sirve de verdad en lugar de las manipulaciones esas que seguro que las maneja el diablo: Nivea por las mañanas y agua clara por las noches. Y bien lozana que se conserva una sin tantas monsergas.



Sujeto encuestado: Vanesa Hernández, 21 años. Parada de larga duración. Barcelona.

Respuesta: A mí me parece súper guay, tía. Si yo tuviese dinero para gastar, me iba a poner de todo y lo flipabas mogollón. Yo trasunto y me la juego a que tu pregunta va por lo de siempre, que en este país no mejoramos. O sea: que la iglesia y la derecha están en contra de que una tía se mejore y esté para ponerse a pecar nada más que la veas. Además, digo yo que no habrá tanta diferencia entre la manipulación genética y un wonderbra, un tatoo o un piercing. Bueno, no sé yo si con un piercing a lo mejor si, porque según donde te pinchas igual duele que lo flipas. Aunque ahí seguro que debe haber control sanitario que te cagas, porque si no… chungo ¿verdad?.

¿Oye tía, tienes un pitillo?.



Sujeto encuestado: Amalarico Guedes, 40 años. Policía. Las Palmas de Gran Canaria.

Respuesta: ¿Mejorar al ser humano, con qué?. Manipulación genética, dices. Ya. Bueno, a nosotros nos están acusando constantemente de manipular de todo: pruebas, circunstancias atenuantes, confesiones y lo que se te ocurra, así que ya sé de qué me hablas. Pero mira chaval, te aseguro que la gente no cambia ni a hostias, ya le puedes manipular tanto rato como quieras. Y yo sé de lo que te hablo.

Oye, por cierto, no te he visto yo a ti una noche de estas.

Si hombre, la noche aquella de la fiesta en la disco, la que acabó a navajazos, por ejemplo.

¿No?.

Bueno, pues sigue así.

¿Decías algo?.

¡Ah! Vale.



Sujeto encuestado: José de los Prados, 45 años. Catedrático. Madrid.

Respuesta: Una pregunta interesante la que usted me plantea querida señorita. Siempre me ha fascinado el complejo problema que comporta la relación entre la moral, que por cierto no hay que confundir con la ética, como al parecer hacen ustedes a tenor del enunciado que me plantea. Supongo que no necesita que le diga que la ética es la ciencia que estudia el comportamiento moral, tanto si nos referimos a un sujeto como al cuerpo social en su totalidad, pero bueno a lo que íbamos.

Si como asegura Wittgenstein ¿era Wittgenstein?, el ser humano no es responsable de los actos que comete cuando es forzado, o simplemente conducido por eventualidades o coyunturas no escogidas o deseadas por él, la manipulación genética no debe ser necesaria en absoluto, ya que en este caso el ser humano tomado como ente social nunca será culpable, ni por supuesto susceptible de mejora. Entendiendo, claro está, que la genética, al menos en el estadio de desarrollo que habita hoy en día, no puede actuar más que en el ser humano y no en su entorno, entendiendo este como el conjunto de solicitudes que recibe el ser humano. Cuando se da el caso, la manipulación genética, sin duda se convierte en un proceso tendente a lo que podríamos denominar “manicura moral” o proceso estético, que concluirá en función de un escenario que en puridad le es ajeno al sujeto, aunque le afecte directamente.

¿Ya está, dice usted, no necesitas una explicación más completa?. Entiendo que la que le acabo de dar, si bien está correctamente enfocada, es necesariamente fragmentaria y tal vez….

Bien, bien, gracias. Aunque creo que debería borrar Wittgenstein, quizás fue Leucocides de Siracusa quien lo dijo. En fin Groucho Marx no fue, seguro.



Sujeto encuestado: Manuel Heredia Vargas, 29 años. Vendedor ambulante. Granada.

Respuesta: ¿Que si sé lo que es manipulación genética?. Sí, es aquello que hicieron para que naciese una burra igual que su madre. De la burra me refiero, que yo no falto a nadie, y menos a la madre.

¿Oveja?. Bueno, oveja, pero es eso, ¿no?, oveja, cerdo o burra, qué más da. Pues no sé qué decirle, a nosotros y hablo por todos los míos, eso son cosas que no entran en nuestra cultura. Como lo de invitriar para que nazcan niños, a mí no se me ocurriría nunca invitriar a nadie a mi casa mientras me follo a la parienta. Nosotros hace muchos años que traemos churumbeles al mundo sin inventos extraños.



Sujeto encuestado: José Pérez Pérez, 39 años. Okupa emocional y cachondo conceptual (según manifestación propia). Albacete.

Respuesta: ¡Hostia tú si me parece bien! Pues no hace tiempo que espero que la Seguridad Social cubra todas las cosillas que se le puedan mejorar al ser humano. Y por lo que hace referencia a si me parece ético o no, ¿sabes lo que te digo?, qué me la suda, chaval, que me la suda. ¿Tú sabes lo que quieren las titis?. Hijos sanos, chaval. ¿Cómo que y qué?. Pues que en cuanto me ven desnudo con mis piernacas torcidas y el pecho lobo arrastrado para abajo me dicen que una vez y no más como Santo Tomas. Y mira que uno se lo trabaja para que no tengan queja.

¿Cómo que y qué, chaval?. Pues que si les digo que no se me preocupen que eso luego se arregla con un par de toques genéticos en el Piramidon de Madrid, y que yo allí tengo enchufe con un camillero (porque de momento en Albacete lo de la manipulación genética va a tardar, eso seguro) no paro de follar. ¿Lo pillas, chaval??.

¿Cómo que si estoy seguro de lo que cuento?. Anda chaval, que tú también estás interesado en lo de la genética ¿eh?. Qué me parece a mí que tú te comes una rosca al año, por Navidad y rodeada de polvorones.

Con Dios, pichurri. Y suerte con las titis de aquí en adelante.

¡Ah! Y si te enteras de que lo venden en pastillas, me avisas, estoy siempre por aquí, pregunta por “El Dulce de Leche”



Sujeto encuestado: Pachi Barandarian Aguirregomezcorta, 36 años. Contable. Bilbao.

Respuesta: Ahíva, pues. ¿Y para qué va a querer uno de Bilbao que le mejoren nada?.

Anda la hostia que hacéis cada pregunta.



Sujeto encuestado: Pilar Badia Badia, 83 años. Jubilada. Soria.

Respuesta: ¿Qué dices que tengo en la manga, moza?

¿Suciedad en la manga?.

¡Ah! Mutilación genética en la sociedad, sí. Sí ya te oigo, claro, no hace falta que me chilles, me hablas de la mutilación genética. Oye, cielo, ¿y porque no me dejas tomar el sol tranquilita?.

Y haz el favor de apartar ese aparato de mi boca, ¡leñe! que no estoy sorda.



Sujeto encuestado: Valentín Amor Sarasate, 52 años. Poeta. Cádiz.

Respuesta: Sí, me parece perfectamente lícito que la ciencia intervenga en la vida del ser humano si es para mejorarle. Al fin y al cabo es lo que llevamos intentando con mejor o peor suerte desde hace veintiún siglos: mejorar, hacernos más humanos. Pero yo me pregunto: ¿qué modificación genética me ayudará a vencer esa melancolía de las tardes dominicales, cuando en invierno la oscuridad me persigue hasta cubrirme por completo, mientras a trechos regulares un farol anónimo, misericordioso, reta a las sombras?. ¿Qué hará la ciencia por mi, cuando la tristeza me venza?. Cuéntamelo, brisa marina.



Sujeto encuestado: Gladys Siena, 23 años. Asistenta del amor. Barcelona.

Respuesta: Bueno, vale, puta quería decir, ¿lo tienes más claro ahora?. Pero es que en la oficina de “Assisténçia a la dona de la Generalitat” si les digo que soy puta me sueltan un rollo que te cagas: que si soy tan respetable como cualquiera, que si no debo agachar la cabeza, que no hay mujer puta (mandan huevos que me lo digan a mi). Lo que quieras, pero cuando me trincan y me dan un paseo en el coche celular de los Mossos, las de la “Assisténçia a la dona” están en su casa viendo la tele y diciéndole a su marido: “hoy no cariño que tengo jaqueca”. Y luego, bajando del celular, me cargo yo al marido que viene chamuscado, porque aquí una no tiene derecho ni a la jaqueca reglamentaria. El otro día me viene un tío, filósofo él además de medio impotente, y me dice que “amar es difícil y fingir que se ama fácil”. No te jode, le contesté que sí, que para no saber fingir hace falta ser muy puta. Me lo saqué de encima con cuatro suspiros artísticos y un meneo lateral, especialidad de la casa. Más que nada para darle la razón.

Pues sí, estoy de acuerdo con lo que me decías de la genética y lo otro, (que ya no me acuerdo que era), que nosotras también tenemos nuestros derechos. Pero eso si, toda la cuestión de la ética (eso era, ya me he acordado) y de la genética que nos lo llevemos nosotras, que si se mete el chulo no vemos un euro.

Oye, ¿eso sale con nuestro nombre y tal?.

¿Sí? Pues pon que me llamo Gladys Siena, es igual de falso que Leticia Paradis, pero es el nombre de una tía guarra que no hace más que joderme el curro con ese enorme culo de negra que no le cabe en la minifalda. Te lo digo porque mi hombre es muy suyo y como de genética de esa no entiende nada igual se le tuerce el morro y me da de hostias. Y si se las da a la Gladys, con los morros que tiene ni se le notara cuando se le hinchen.



Sujeto encuestado: Lisardo González, 60 años. Pastor. Orense.

Respuesta: ¿Y tú porqué lo quieres saber?.

¡Ah! Porque tu trabajas de eso, de preguntar cosas a la gente que está trabajando. ¿Y se gana mucho dinerin con eso?.

Lo justo para ir tirando, ¿eh?. Claro, como todos, rapaza, como todos. ¿Y la empresa esa donde trabajas, es muy grande?.

Una multinacional, claro, claro. Esos lo quieren saber todo, luego vete tú a imaginar que hacen con lo que dice la gente. Igual se lo venden a los americanos, a la C.I.A. ¿se llama así lo de los americanos, verdad?.

Sí, y el F.B.I. también es americano ¿no?.

Si, claro, claro, son tremendos esos americanos, siempre queriendo saber todo de todo el mundo. A mi no me gustan los americanos, ¿a ti te gustan?.

No, ya lo suponía, a nadie le gustan los americanos, son muy retorcidos, ellos. Y ahora con ese presidente negro que se han comprado aún son menos de fiar ¿verdad?.

¡Ah! A ti te gusta el negro, te cae simpático… pues quizás sí que lo sea. Yo es que no entiendo mucho de política, ni de americanos, ni de ética, ni de manipulación genética de esa que me preguntabas. ¿Tú si debes saber que es todo eso, no es verdad, rapaza?.

Claro que lo sabes. Lástima que hoy tenga tanta prisa, pero si otro día nos vemos me lo puedes contar ¿verdad anduriña?.

Con Dios, serás buena ¿verdad?.






                                                             EL HOMBRE DE CONFIANZA



En  casos como el que le ocupaba aquel día, el hombre de confianza acostumbraba a tomar precauciones extraordinarias. Tras salir de la residencia de “El Hombre” tomó un taxi y le ordenó un viaje al centro, le dio al taxista una dirección cercana a la Sagrada Familia, durante el viaje observó varias veces por el cristal trasero que nadie les siguiera. El taxista, en un par de ocasiones le miró a través del retrovisor con cierta extrañeza, pero prefirió no hacer ninguna pregunta, era un tipo curtido en 


el oficio y los había visto de más raros que aquel pasajero, que por otra parte ni por el aspecto, ni por el lugar al que se dirigían, le resultó preocupante. Además los hijos de puta no acostumbran a ejercer a horas cercanas al mediodía, al menos no en los taxis, así que dejó de preocuparse de los frecuentes vistazos que su pasajero daba por el cristal trasero.
El hombre de confianza tomó el metro de la línea 5 en La Sagrada Familia, cambió sin ninguna necesidad a la línea 1 para finalmente apearse en una estación, cerca de la cual  había un estacionamiento de taxis que tenía la particularidad de ofrecer una magnifica visión panorámica de los alrededores, lo que hacía que en la práctica resultase imposible para un eventual perseguidor  pasar desapercibido. En alguna ocasión había llegado a pensar que aquel amontonamiento, le gustaba más la expresión amontonamiento que la palabra cúmulo, que le sonaba a nube, de precauciones resultaba innecesario,  pero siempre concluía en que no había llegado a ser la mano derecha de “El Hombre”, el depositario de su confianza por simple casualidad.
En realidad no siempre debía atenerse a aquel ritual de precauciones. Atento lo estaba siempre, era por lo natural un hombre precavido, sin embargo cuando la misión era del cariz de la que le ocupaba aquel día no podía evitar sentirse especialmente responsabilizado. Aquel tipo de misión, por lo general, sólo se producía un par de veces al año, el resto eran gestiones mas o menos rutinarias, lo cual significaba que su trabajo era cómodo y bien pagado.
En ocasiones, como aquel día, “El Hombre” le daba dos nombres, nunca por escrito, él  debía memorizarlos, el primer nombre era el de la persona que debía desaparecer, el segundo nombre el de quien iba a encargarse del trabajo. El primer nombre a él nunca le decía nada, en alguna ocasión, días mas tarde se enteraba de algún detalle de la personalidad del muerto a través de la prensa.  Del segundo nombre era fácil acordarse, de hecho solo eran tres nombres los que se manejaban como ejecutores, y él los había ya visitado en diversas ocasiones, eran muchos años siendo el hombre de confianza.
El tipo al que debía visitar aquel día era el que más le gustaba de los tres, uno de esos fulanos que saben vivir, tenía clase, era joven y bien parecido, nadie diría que su manera de ganarse la vida era matando a gente por encargo. Vivía en un chalet con piscina, una piscina en forma de riñón a la que se accedía desde el salón de una casa de planta americana, uno de esos salones inmensos que solo tienen salida a la cocina y al jardín,  desde allí una escalera comunicaba con la planta superior que era el lugar donde se hallaban las habitaciones y el resto de servicios de la casa. El tipo era un sibarita, buenamúsica, buena comida, suponía que buen sexo; en alguna ocasión le había invitado a quedarse a compartir almuerzo con él, tenía una barra bien surtida, especialmente de buen whisky, siempre de malta, siempre de calidad. A él le gustaba de manera particular el Bowmore Legend con su especial regusto yodado. Un verdadero placer, aquel whisky. El tipo lo sabía y en cada visita compartían uno de aquellos magníficos tragos. En general un tipo encantador, con perdón del oficio, como dirían en su pueblo. 


El taxi, siguiendo sus órdenes le dejó tres travesías antes de su destino, que cubrió a pie asegurándose de nuevo que nadie le seguía. El tipo le recibió con la amabilidad contenida de siempre y le invitó a pasar.
-Hacía tiempo que no me visitabas, le dijo.
-Sin duda eso han sido buenas noticias para alguién ¿no?.

El tipo no sonrió, no le gustaban las referencias a su trabajo y el hombre de confianza tuvo un momentáneo sobresalto, no le gustaría provocar a aquel hombre en particular. Le dijo el nombre que había memorizado. El otro solo asintió y anotó el nombre en una libretita de hojas cambiables, luego preguntó:
- ¿Urgente?.
- No me han hecho mención.
- Mejor, posiblemente no será sencillo.

 Luego tomaron un trago de Bowmore Legend, magnifico como siempre, y estuvieron charlando. A los dos les gustaba el mismo tipo de música y le ofreció escuchar el último álbum de una nueva estrella emergente de la música country, incluso le anotó el nombre para que pudiese buscarlo si le interesaba hacerlo.
Al despedirse le acompañó hasta la puerta, al final del jardín. Al pasar bordeando la piscina, el hombre de confianza tropezó con el pie de su acompañante y cayó al agua. Tras el chapuzón se agarró con dificultad al borde húmedo y tendió la mano para que le ayudase a salir, el tipo sacudió brevemente la cabeza negando y le golpeó con el pie en la cabeza dejándole ligeramente atontado, luego se agachó y le empujó con fuerza la cabeza, hundiéndosela en el agua.
El hombre de confianza antes de empezar a tragar agua, aún tuvo tiempo de pensar que por una vez en la vida, “El Hombre” había cambiado su forma de proceder, y en aquella ocasión había usado el teléfono para pronunciar personalmente el nombre de la persona que debía desaparecer. Y que por alguna razón que se le escapaba, él había dejado de ser su hombre de confianza. Luego comenzó a tragar agua.

Cuando el agua de la piscina volvió a recuperar su quietud habitual, solo rota por la ligera brisa que venía del norte, el tipo joven y bien parecido se levantó y se sacudió la pernera del pantalón con cara de disgusto, luego entró en la casa y se sirvió un nuevo trago de Bowmore Legend, arrancó la hoja en donde había escrito el nombre que había pronunciado el hombre de confianza y lo arrojó a la papelera, después suspiró y tomó el mando del imponente televisor de plasma último modelo.
Tras una breve vacilación, lo pensó mejor y marcó en el teléfono un número que sabía de memoria.
Cuando respondieron, dijo: -Ya está.
Y colgó.
Su cara mostraba una cierta preocupación, presentía que aquel día el whisky tendría un regusto amargo. 
 

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                                      UNA MOSCA GORDA Y AZUL
 


                                            UNA MOSCA AZUL




                                               Capítulo primero

La mosca despegó de una de las flores anaranjadas del papel que cubría la pared y revoloteó, con un zumbido audible, entre el grupo de personas que se movía por la estancia. Era una mosca gruesa, de lomo azul y mostraba un vuelo errante. Daba la impresión de que iba a regresar a la flor del papel mural en la que había estado meditando su próximo movimiento. Finalmente cambió el rumbo y se dirigió en línea recta a una de las fosas nasales del cadáver, un tipo gordo que cubría más de la mitad de la alfombra verde.
La alfombra verde y el cadáver del tipo gordo se daban de hostias con las flores anaranjadas de la pared.
La mosca se daba de hostias con todo lo demás.
La mancha de sangre debajo del cadáver tampoco contribuía a armonizar el conjunto.
Mario, el fotógrafo, preguntó: -¿Alguien quiere hacer el puto favor de sacar a ese bicho de las narices de mi cliente?. Yo no me dedico al arte conceptual, ¡coño!.
Nos habían avisado un par de horas antes. Unos vecinos que se dirigían al trabajo encontraron la puerta abierta, se asomaron, vieron al tipo tendido en un charco de sangre y llamaron a comisaría para decir que Manuel Lebrijano tenía muy mal aspecto.
Observé de nuevo el cadáver de Manuel Lebrijano y concluí que, en el par de horas que habían transcurrido desde entonces, su apariencia no había mejorado, aunque tampoco estaba más muerto que antes. Según el forense hacia más de diez horas que alguien le había apuñalado con notable eficacia.
“Muerte instantánea a causa de la herida inferida en el corazón con un objeto punzante, según observación visual en el mismo lugar del crimen”, dijo el forense. –Mañana cuando le abra os diré si además le envenenaron la cena.
Yo, aquel día tenía una de esas cefaleas que arrastras a lo largo de la jornada sin poder hacer nada para evitarlo. Las sienes me palpitaban provocando un estruendo en el interior de mi cráneo que no contribuía a hacerme apreciar el sentido del humor del forense. Le dirigí una mueca que pretendía ser una sonrisa. Por su expresión, creo que mi intento no hubiese ganado ningún premio en un concurso de sonrisas.
Pensé que lo mejor que podía hacer era largarme a comisaría y hacer el informe para Maroto.
Maroto es mi superior directo, le llamamos “Informes Maroto”. Está convencido de que la principal misión de un policía es llenar paginas de papel para que él las lea.
Una gota gruesa me saludó en cuanto pisé la calle. Miré al cielo, no llovía. Tal vez solo había sido una broma de un pájaro cabreado con los gusanos del mundo. Me dirigí a la comisaría, necesitaba un ambiente conocido y una cara amable. Comenzar el día con un cadáver no era mi ideal de felicidad. Tampoco me tomé la molestia de preguntarme cual era mi ideal de felicidad.
Cuando llegué a la comisaría, la gota de antes se había convertido en una de esas lluvias pendencieras que repiquetean con dureza sobre los cristales de ventanas y terrazas, y te hacen sentir abrigado en el interior. A mi me daba lo mismo, en la comisaría no hay ventanas y mucho menos terraza. Lo que no me daba lo mismo era tener los bajos de los pantalones empapados. Es algo que me molesta particularmente.
Detrás del mostrador de recepción, Peláez, con la vista baja, le dedicaba todo su amor a la revista pornográfica que mantenía sobre sus rodillas.
Peláez siente un ardiente amor por su polla, la revista guarra es solo un complemento.
-Tienes visita, tu mujer -me dijo.
-¿Dónde la has metido?.
-En la sala de interrogatorios, la pequeña. No la he esposado –me aclaró.
-El próximo día hazlo.
Peláez asintió cabeceando distraídamente sin dejar de estudiar la revista guarra. Me asomé y le eché una mirada: una rubia desnuda, con más tetas que entusiasmo, le chupaba el dedo medio a un tipo musculoso sin dejar de mirar a camara.
Bea, mi ex mujer, estaba sentada en la silla de respaldo recto y miraba las pintadas de la pared. Cuando me escuchó entrar, se giró y me dedicó su mejor expresión de “¿Qué he hecho yo para merecer esto?”.
Cuando la conocí pensé que era una buena mujer, y que sus tetas tenían un aspecto inmejorable. Dos cuestiones interesantes en una mujer, aunque los momentos en que interesan no tienen porque coincidir. Quizás ese fue el error.
Cuando al poco tiempo nos separamos no teníamos gran cosa, de cualquier manera ella se lo quedó todo. Y ahora se queda una buena parte de mi sueldo, que tampoco es gran cosa. Mi abogado me dijo que aquel juez odiaba a los policías, a todos los policías. Bueno, a mi tampoco me gustan los jueces, la diferencia estriba en que yo a ellos no les puedo joder. El juez no le dijo a Bea que también tendría derecho a exigir mi ayuda en cualquier circunstancia. Ese derecho se lo ha concedido ella misma.
Aquel día pretendía que intimidara a una vecina que taconeaba de madrugada y le impedía conciliar el sueño. Le dije a Bea que tenía una semana de locos, que me telefonease la próxima y ya veríamos. Con suerte algún otro vecino habría asesinado a la loca de los tacones. En caso de ser Bea la asesina, la detendría con el mayor de los placeres.
Cuando despedí a Bea, Peláez arreaba a un grupo de travestis revoltosos que conformaban la colecta de la noche anterior. Mi compañero vociferaba cabreado por haber sido interrumpido en el momento en que cultivaba su espiritu.
-Puedo daros caramelos o puedo daros de hostias. ¿Y sabéis una cosa?. Se me han terminado los caramelos, así que marchando antes de que empiece con las hostias. –Lo decía en serio, los travestis que le conocen arreaban al resto. Peláez es de la vieja escuela, un tipo duro. Con las nuevas directrices no llegará lejos, pero en realidad no le importa mucho. Peláez ya tiene su edad, sueña con la jubilación anticipada y un montón de revistas guarras para cultivar su intelecto.
Un rato más tarde el comisario jefe, Maroto, nos llamó a todos a su despacho para aleccionarnos. El cabrón que merodeaba por la parte alta de Barcelona y atacaba con unos alicates a cualquier mujer que circulase por una calle solitaria, había actuado de nuevo aquella noche. La mujer estaba en el hospital y el tarado que la había atacado en su casa dialogando felizmente con su cerebro enfermo.
A Maroto, aquello le gustaba aun menos que un informe escueto. Nos lo contó mientras sus labios formaban palabras que eran apenas una expresión humana, las soltaba sin aparente emoción. Eran solo un manual de instrucciones que debíamos seguir al pie de la letra o atenernos a las consecuencias. Salimos todos de su despacho con ansia de calle.
Yo pringué, tenía el asunto de Manuel Lebrijano y el correspondiente informe. Mientras mis compañeros salían encendí el ordenador y me puse e a pensar en el gordo muerto y la puta mosca hurgando en su nariz.
Una comisaría sin ruido de fondo es como un funeral sin muerto. En aquel momento allí solo estábamos Peláez, su revista guarra, una mujer que pasaba un mocho sin excesivo entusiasmo y yo que seguía mirando la pantalla del ordenador.
Entonces zumbó el teléfono, Peláez mentó a la madre de alguien y de nuevo el silencio, ahora roto de vez en cuando por algún comentario de mi compañero en un tono apenas audible.
Cuando Peláez se plantó frente a mi mesa, yo había conseguido poner la fecha en la hoja del informe y mantenía un dedo levantado en previsión de que se me ocurriese alguna cosa más.
-Acaba de llamar una mujer muy alterada, teme que su pareja sentimental se la cargue. Tú eres el único que esta aquí, así que te ha tocado, macho.
-¿Y porque cojones no llama al 091?.
-Pues mira, no lo sé, pero ha llamado aquí y es mejor que acudamos, no vaya a ser que eso acabe en desgracia.
La dirección que me había pasado Peláez, correspondía a un chalet situado en la carretera de Vallvidrera al Tibidabo. La cancela estaba abierta y entré sin llamar. El procedimiento no es el reglamentario, pero si dentro había alguien violento prefería ser yo el primero en verle. La observancia rigurosa del reglamento le ha costado la vida a más de un compañero. Cargarse a alguien sin haber seguido escrupulosamente las ordenanzas te puede costar el puesto. Pero el muerto es el otro y tú te puedes buscar la vida. Con las selectas amistades que se consiguen en este oficio siempre se encuentra algo.
Un camino de tierra bordeado de setos de flores relativamente cuidados se adentraba hacía una casa situada a unos doscientos metros. El jardín se inclinaba hacia la ladera de la montaña y a medida que ganaba pendiente se mostraba más asilvestrado.
Había caminado unos veinte metros cuando le oí detrás de mí. Creo que era un cruce de Rotwailer con algo aun más grande, gruñía, babeaba y me enseñaba unos colmillos más que respetables. Eché a correr en dirección a la casa. En aquel momento hubiese agradecido recordar que dice el reglamento en casos así. Mientras corría me giré para ver al perro que me perseguía. Ganaba terreno, era evidente que estaba más en forma que yo, aparte de tener más y mejores dientes. Si me paraba quizás aceptase dialogar, siempre he oído decir que los perros son buena gente.
-¡Quieto Satán!. – De un camino medio escondido entre rosales había salido una pareja, ella rondaría los cincuenta y tenía el aspecto saludable de quien se gasta lo que yo gano en un mes en cuidar su cuerpo una vez a la semana. El hombre a duras penas alcanzaría la treintena, era alto y bien parecido, vestía con afectación tratando de aparecer más joven de lo que en realidad era.
Satán, parado a dos metros me miraba con glotonería.
-¿Es usted policía?. La mujer me miraba con curiosidad burlona.
-Si, ¿ha sido usted quien ha llamado a comisaría pidiendo ayuda?.
-Si, pero ya está arreglado. Ha sido un calentón, ya sabe como son estas cosas.
-Ya veo, dígame una cosa, ¿cómo es que ha llamado a nuestra comisaría en lugar de al 091?.
-Tengo un apartamento en el barrio y en alguna ocasión he tenido que llamarles, tenía su teléfono a mano. Discúlpeme, Satán le acompañará, y no se preocupe, no le causará ningún daño.
Estaba de acuerdo con la mujer, era mejor que me largase, allí desentonaba entre tanta felicidad.
-Me alegro que todo esté en orden, pero un aviso por malos tratos es una cosa muy sería, vayan con cuidado.
La mujer cabeceó asintiendo para que me largase. El tipo joven la tomaba por la cintura y sonreía estúpidamente. Dudé si no estaría enchufado a un catéter de opio, alguna de esas miniaturas japonesas de alta tecnología que se pudiera llevar en el bolsillo sin que ni siquiera te deformen los pantalones. Sentí deseos de cachearle y comprobarlo, pero en lugar de eso le devolví la sonrisa, el tipo tenía algo hipnótico. Quizás ella estaba hipnotizada y cuando yo marchase la zurraría.
Bajé por la cancela seguido de Satán, sentía su aliento húmedo en mis talones. Al girarme tropecé y caí de bruces con la rodilla como parachoques, el desnivel me hizo rodar un par de metros sobre unas piedras poco amistosas.
Satán me observaba parado a dos metros.
Hubiese jurado que sonreía.
Al dolor de cabeza ahora le acompañaban un agudo pinchazo en la rodilla, un dolor sordo en las costillas, y me había despellejado la mano derecha. El dolor físico me parecía un acontecimiento innecesario, una demostración palpable de que la imperfecta maquinaria humana era la elucubración de una mente enferma.
Me dirigí al coche celular, trataba de olvidar a aquella pareja y centrarme en el informe de la muerte de Lebrijano.
En el momento que abría la puerta del coche zumbó mi teléfono móvil, la pantalla rezaba: Melba.
Melba es la hermana de Celio, un yonqui al que uso como confidente, un tipo barato. El precio de cada hombre está relacionado con tantos factores que no merece la pena intentar adivinarlo, si puedes pagar, pagas, en caso contrario rebajas tus pretensiones. Con él no hace falta rebajar gran cosa.
En el mismo momento que conocí a Melba supe que era una de esas mujeres que tienen facilidad para hacerme sufrir y a las que me es imposible rechazar.
-Policía, tenemos un problema.-Ella siempre me llama policía, dice que me define mejor que mi propio nombre.
-Yo tengo muchos, Melba.
-De acuerdo, policía, tu tienes muchos. Pero yo tengo a mi hermano escondido en casa porque hay una gente que le busca, y si le encuentra no va a pasar nada bueno. Ya puedes imaginarte la razón, deudas con la maldita droga. Y si no nos ayudas tú, no lo hará nadie. Al fin y al cabo algo nos debes, Celio es tu confidente Y yo lo más parecido a tu puta. Si me dejas tirada ahora no hace falta que vengas nunca más.
Melba no es puta, pero ella dice que así me paga los servicios prestados. Yo prefiero pensar que no es cierto, las putas no lloran en los hombros de sus clientes.
La idea de perderla me preocupa. Melba desprende un olor a sexo tierno y a vicio que me enloquece. Melba es un perfume caro y una mancha de semen en la sabana. Cuando llegué a casa de Melba tenía el cuerpo agarrotado. Oleadas de dolor lo recorrían si me movía. Así que durante dos minutos planeé una estrategia para salir del coche. Fue un fracaso, en cuanto lo intenté solté un aullido largo y agudo que hubiese llenado de orgullo a un coyote adulto. Me quedé en el interior jadeando y maldiciendo a Satán y a sus dueños, hasta que el dolor remitió, entonces lo intenté de nuevo. En esta ocasión fue mejor, conseguí sacar una pierna sin aullar.
Melba me recibió con un amargo: -ese desgraciado me va a matar a disgustos, mírale ahí tirado.
Celio se acababa de chutar una dosis de caballo y estaba encaramado al séptimo cielo, cuando me vio dijo: Tu lo vas a arreglar todo ¿eh, policía?.
-¿Cuanto les debes?.
-No sé, mucho, pero tu lo arreglaras ¿eh?.
-¿Saben que está aquí? –le pregunté a Melba.
-Si no lo saben es que son idiotas. Y no lo son, es extraño que aun no hayan venido a buscarle.
Estuvimos tres horas esperando, a ratos Melba me apretaba la mano con fuerza. Cuando ya parecía que no iban a aparecer, llegaron. Eran dos tipos grandes, fuertes y malos, el que habló tenía una voz tan suave como el tableteo de un arma de repetición, y casi igual de tranquilizadora.
-¿Dónde está ese desgraciado?. –dijo.
-Está en la habitación de al lado, -con la mano izquierda señalé detrás de mí, con la derecha dejé mi placa sobre la mesa. A continuación puse cerca de mi mano, el arma reglamentaria.
El tipo que aun no había hablado, miró la pistola, la placa y comenzó a bucear en las profundidades de su cerebro. Buscaba una solución al problema que yo le acababa de plantear. Al no encontrarla pareció sumirse en una apatía que le inmovilizaba. Permanecimos todos en silencio durante un par de minutos. Finalmente el tipo soltó un eructo que pareció tranquilizarle considerablemente, tocó el codo de “Parlanchín” y le señaló la puerta con la cabeza. Antes de salir “Parlanchín” sentenció: -Esto no va a quedar así, encanto. -No miraba a nadie cuando lo dijo, así que pensé que lo de encanto iba por Melba, y lo deje correr.
En la habitación contigua, a Celio el efecto de la droga ya se le estaba pasando y temblaba como una hoja a causa del miedo. Miré a Melba y le dije: -Si quieres le pego un tiro ahora y se te acaban los problemas.
-Anda policía, vete, esos no van a volver, de momento. Y muchas gracias, ya se nos ocurrirá algo. –Su mano insinuó una caricia a lo largo de mi pecho, cuando se posó en él fue para empujarme suavemente hacia la puerta.
El dolor de mis costillas y rodilla no lograba cubrir el martilleo de mis sienes, cuando llegué a casa. En la puerta me crucé con Baldírio, un buen hombre de rusticidad militante, convencido de que ser policía es un chollo. Me miró con una sonrisa maliciosa y dijo: ¡Que de puta madre, tío! Seguro que hasta hace un rato, te la ha estado chupando gratis una putilla, a lo mejor hasta te la has follado.
Le metí el arma reglamentaria en la boca. Me esforcé para no reventarle los sesos de un disparo a aquel pobre estúpido. Creo que fue al ver la mancha que se iba extendiendo por sus pantalones, que conseguí comprender lo que estaba a punto de hacer. Le ayudé a levantarse, guardé el arma y subí las escaleras.
No me iba a denunciar, creería que había sido una broma de mal gusto. Los policías, ya se sabe…
Pero a mi me dolía el dedo del esfuerzo que acababa de hacer para no disparar. Los latidos de mi sienes retumbaban como los tambores de Semana Santa en un pueblo de Aragón
Cuando abrí la puerta de casa recordé que aun no había hecho el informe sobre la muerte de Manuel Lebrijano.
Maroto se iba a poner hecho una fiera.






                                                Capítulo segundo

En ocasiones pienso que sería de mi vida si en lugar de policía fuese cualquier otra cosa. Y no se me ocurre que otra cosa podría ser. Un niño diría que bombero, capitán pirata, Superman o campeón del mundo de formula uno.
Capitán pirata estaría bien.
Pero no soy un niño.
Soy un jodido pasma. Un madero.
Bea, mi ex mujer, no pudo soportar mi oficio.
Si hemos de ser sinceros Bea tampoco me hubiese soportado de capitán pirata, ni de bombero. Quizás de campeón del mundo de formula uno, si.
Pero entonces no la hubiera soportado yo a ella.
Melba si que soporta que yo sea policía, le va de puta madre que alguien le limpie la mierda a su hermano. Sería curioso ver que pasaría conmigo si un día Melba se queda huérfana de hermano.
Estoy sentado en mi mesa con la pantalla del ordenador en blanco, esperando que un ángel me venga a visitar y me dicte el informe de la muerte de Manuel Lebrijano.
Maroto se ha puesto hecho una fiera cuando le he dicho que el informe aun no está listo. Adora los informes el cabrón de Maroto. Sería capaz de matar personalmente a un fulano cada día con tal de tener informes para echarle al ordenador.
La mosca azul en la nariz del muerto, luego vuelo rasante y a repostar en la flor de la pared. Buen tema para el informe. Y Lebrijano con una puñalada en el corazón, esa es la parte jodida del informe. Según los vecinos el muerto era un tipo tranquilo y amable que no recibía visitas. Nunca recibía visitas.
¿Qué tal si escribo en el informe: Manuel Lebrijano era un tipo con mala suerte, nunca recibía visitas, sin embargo la primera que vino le mató?. Y encima una mosca asquerosa le hurgaba la nariz.
Maroto se pondría a parir.
Manuel Lebrijano estaba soltero y nunca recibía visitas, tenía una pequeña sastrería en el barrio, más que nada hacía arreglos en toda clase de prendas. Lo del traje a medida ya no se llevaba, El Corte Ingles lo había dejado tan obsoleto como las radionovelas.
Aquellos dos tipos que se querían ocupar de Celio tenían mala pinta. Volverían a intentarlo, la duda estaba en si tenían orden de acabar con sus problemas de una vez o se conformarían con cambiarle un par de huesos de sitio. Creo que pasaré a ver a Melba y le propondré llevarme a Celio y encerrarlo una temporada en chirona, el tiempo suficiente para que aquella gente se olvide de él
La rodilla aun me duele como un demonio. Sigo pensando que Satán sonreía mientras yo trataba de levantarme. Alguien me dijo que los perros no sonríen. El puto perro debería estar en un circo sonriendo a diestra y siniestra en lugar de acojonar a policías en servicio.
Podría revisar los ficheros y tratar de ubicar a los tipos que habían ido a buscar a Celio, pero no me apetecía. Ni siquiera estaba seguro de recordarlos con suficiente claridad para reconocerlos en una fotografía de archivo.
Y estaba lo del informe. El ordenador seguía en blanco.
La puerta del despacho de Maroto se abrió, él salió con un paraguas en la mano y cara de mala leche. Con paraguas o sin paraguas era su cara habitual. Al pasar por mi lado y sin detenerse me dijo: -¿Cómo va el informe?.
-Marchando, Maroto, marchando.
-Lo quiero en mi mesa dentro de una hora.
-Claro.
Una hora, un día, un siglo… a Manuel Lebrijano de cualquier forma le daría lo mismo.
Decidido, aquella noche pasaría a ver a Melba, le propondría encerrar a Celio una temporada y me quedaría a dormir con ella.
Melba y su olor a vicio y a sexo tierno siempre me recuerda a una mancha de semen en la almohada que huele a perfume caro. No sé cual es la relación causa efecto, y en realidad no me importa saberlo.
Apoyo las manos en el teclado y comienzo a pulsar las teclas, el informe va tomando forma, habla de Manuel Lebrijano, muerto por una herida en el corazón causada con un objeto punzante. De la mosca prefiero no decir nada.













                                                        H A R L E M

 


                                                                  H A R L E M    


ACLARACIÓN.-

Harlem es un barrio cojonudo si eres negro y no tienes escrúpulos a la hora de agenciarte unos pavos.
Harlem es un barrio cojonudo si eres blanco, tienes dinero para gastar con las gentes de allí y no te metes en el callejón inadecuado. Pero ten cuidado, allí hay muchos callejones inadecuados.
Harlem es un barrio cojonudo si eres músico de jazz, llevas el blues en el alma o eres capaz de expresar tus sentimientos a través de un instrumento musical, incluyendo en ellos tu propia voz modulada con el dolor suficiente.
Harlem es un barrio cojonudo si eres proxeneta, también si traficas con heroína o estás enganchado a ella.
Harlem es un barrio cojonudo si eres el pastor de una congregación religiosa enloquecida, también si todas tus expectativas de felicidad las has depositado en una fe surrealista que te promete aquello, que a pesar de toda su falta de piedad, los políticos son incapaces de prometerte, porque allí tienes a una multitud de tipos capacitados para hacerte creer que ellos tienen la solución que tu necesitas, lo lograrán aunque ya estés sentado en la silla eléctrica.
Harlem es un barrio cojonudo si eres una mulata de culo  movedizo y no te importa moverlo debajo o sobre la polla blanca del tipo que tiene dinero para pagarte.
Harlem es un barrio cojonudo si eres una nenaza de pelo en pecho que delira por una de esas vergas gigantescas de los negros.
Finalmente Harlem es un barrio cojonudo si eres Mike Winowsky.
Yo soy Mike Winowsky.

7 1939:

Harlem Street Scenes, by Sid Grossman






                  UN TIPO POCO PRUDENTE.- 

Aquella noche Harlem brillaba como un diamante falso y olía como una mujer que te ofrece su amor a cambio de tu dinero. En la calle 52 habían abierto pocos días antes un tugurio nuevo, un neón verde en forma de saxo y un vaso de algo de aspecto alcohólico iluminaba la puerta. Lo miré con simpatía y entré. 

Era un local estrecho y largo en la zona de la barra, aunque luego se ensanchaba formando un espacio circular que ocupaban cuatro mesas, un tablero de billar y un escenario pequeño en el que cabían un piano y tres sillas. 

Tres sillas, si en alguna ocasión tocaba allí un quinteto, el trompeta debería sentarse en las rodillas del pianista. 

Supuse que el dueño del tugurio pensó que a excepción del pianista los otros tocarían de pie, así que las sillas debían ser para sus novias o para sostener el vaso de whisky.

En la mesa más próxima al billar, se sentaban dos tipos negros que discutían acaloradamente, al parecer uno reclamaba la devolución de algo que el otro le había pedido prestado hacía algún tiempo, este, un tipo con unas enormes gafas de sol le replicaba que si tenía que llevar cuentas de todo lo que él no le había devuelto o directamente quitado, faltarían horas aquella noche.

En la barra un tipo blanco con aspecto de atleta, nariz aguileña y ojos claros, que vestía un traje oscuro y corbata desabrochada, se aferraba al culo de una puta negra que le susurraba al oído, según imaginé, obscenidades que remataba con un lengüetazo tranquilo, profesional. 

A los pies del tipo blanco había un maletín negro de mano, sobre el que descansaba un sombrero Stenson de ancha cinta y tentaba a los dos negros jóvenes que situados el el extremo más alejado de la barra comentaban el último partido de los Dodgers sin apartar los ojos de él. Me situé cerca del tipo de nariz aguileña que seguía buscando en el culo de la negra la salvación de su alma.

-Oiga, amigo, tome algo a mi salud, mañana entrego mi primer trabajo en Charlton Comics, se acabó ir llamando a las puertas de gente a la que ni siquiera saludaría si se sentasen en el mismo banco que yo en Central Park, se acabó vender corbatas. –El tipo atlético me miraba esperanzado, necesitaba que alguien le felicitase.

-Felicidades Jack –le dije al hombre.

-Llámeme Micky, es mi nombre.

-Felicidades Micky, le dije. 

 Al camarero le dije: Bourbon.

El camarero, un tipo de rasgos aniñados y el aspecto malévolo de una criatura clavando alfileres en el lomo de una lagartija moribunda se acercó con dos vasos, puso bourbon y me tendió uno, el otro se lo bebió de un trago rápido, luego miró hacía la mesa de los dos tipos que discutían y gritó: -Brownie, enciéndenos el alma con un blues.

El negro que  reclamaba sus pertenencias tomó una funda de guitarra que reposaba en el suelo y se acercó al escenario, el tipo de las gafas de sol tendió la mano para que le acompañase hasta una silla, una vez allí sacó una harmónica y la sostuvo con cariño mirando al vacío oscuro que le rodeaba.

Brownie, tomó un largo trago, se secó los labios con el dorso de la mano, nos miró y dijo: -Buenas noches gente, soy Brownie Mc Gee y este ciego mentiroso que esta a mi lado se llama Sonny Terry, la canción que os vamos a interpretar se llama “Workingman´s Blues” y la he compuesto yo, aunque en cualquier momento Sonny dirá que se la robé cuando estaba borracho.

La mano con que Sonny sostenía la harmónica salió disparada hacía la cabeza de su compañero, que la esquivó con facilidad. Sonriendo Brownie se apartó dos pasos de su compañero, su guitarra soltó dos acordes salvajes a los que de inmediato se unió el lamento de la harmónica de Sonny.

Me olvidé del mundo escuchando a aquellos dos tipos, su dolor y el mío tenían elementos comunes, por ejemplo combinaban bien con el alcohol. Por su parte Micky cada vez estaba más centrado en el culo de la negra que ahora refrotaba unas tetas pequeñas y puntiagudas de aspecto duro contra el pecho del hombre. Los dos tipos que hablaban de los Dodgers, de vez en cuando echaban miradas de amor no correspondido al maletín de mano de Micky.

Micky, esquivó la lengua de la negra, miró mi vaso vacío y preguntó: -¿Otro, hermano?. – y sin esperar mi respuesta le hizo una seña al tipo que odiaba a las lagartijas. Levanté el vaso en su dirección y sonreí.

-No hay nada como el bourbon y las rubias de caderas estrechas y tetas grandes, -me dijo.
-¿Hoy toca penitencia, Micky?- le dije mirando a la negra.

-No, así cuando vuelva con mis rubias, las aprecio mejor.

-Buen sistema.

- El mejor, ¿cómo se llama, amigo?.

-Winowsky, Mike Winowsky?.

-¿Y que hace para ganarse la vida, Mike, no venderá corbatas?.

-Peor que eso, soy detective privado.

-Un encajador profesional.

-Si, lo hago bien. 

 El tipo pareció darse por satisfecho con eso y trasladó toda su atención a la negra. Seguí bebiendo, la conversación con Micky me producía una cierta desazón, aquel tipo apestaba a problemas inminentes. Brownie cantaba “Sinful Disposition Woman”, en los solos aprovechaba para decirle algo a Sonny que sonreía mirando al vacio, habían firmado una tregua.

Micky y la negra de las tetas duras salían en aquel momento, ella trataba de enroscarse en la cintura del tipo sin dejar de trabajarle la oreja.

Tres minutos más tarde, los dos seguidores de los Dodgers se levantaron, uno era un tipo alto y picado de viruelas, el otro, más bajo y de musculatura abultada, ofrecía el aspecto de aquellos que han sido detenidos tantas veces que en comisaría tienen un tampón de tinta rotulado con su nombre.

Estuve dudando un par de minutos con la mirada perdida en el mar de color ámbar de mi vaso, luego le dije al barman: -Ahora vuelvo.

El fulano se encogió de hombros y dijo: -Usted mismo, aunque si quiere un consejo yo no lo haría.

-No te ofendas chico, pero he estropeado mi vida siguiendo algunos consejos, ahora la estropeo no siguiéndolos.

Ni me contestó, se giró hacía el final de la barra con expresión concentrada, supuse que buscando lagartijas.

El callejón vecino al tugurio tenía un aspecto poco tranquilizador, demasiado estrecho, demasiado oscuro, mi sexto sentido me decía que yo era un estúpido entrando allí; pero eso yo ya lo sabía. Y, al fin y al cabo aquel tipo me había pagado dos bourbon, así que le debía una estupidez. 

En el momento en que me dirigía hacia allí la negra que acompañaba a Micky salió con paso vivo en dirección al tugurio, la luz del neón aclaró las sombras sobre su rostro, la adrenalina marcaba con fuerza sus facciones trabajadas por una vida dura.


Ese es un truco de puta, muy de Harlem, ella misma se había impulsado hacía la pared, si yo picaba me acercaría asustado para interesarme por su estado, entonces ella me golpearía en los huevos o si podía me marcaría con una navaja. Me moví cortándole el paso a una distancia prudente.

-Mira muñeca, tu tienes ganas de hacerme daño, pero no puedes; yo puedo hacerte daño pero no siento el menor deseo de hacértelo, aunque si me obligas tampoco me importaría saltarte los dientes de una patada. ¿Quieres andar hacía el interior y veremos que le ha pasado a tu amigo o te arrastro por los rizos?.

No hay nada como hablarle a la gente en su propio idioma, lo entendió a la primera., se dirigió hacia el interior del callejón, movía el culo de manera exagerada, Sabía que eso con un hombre detrás nunca perjudica.

Micky, estaba sentado en el suelo, un hilo grueso de sangre salía de su nariz y el aspecto de su traje era el de quien ha dormido vestido sobre un montón de periódicos viejos. Cuando llegué se frotaba con cuidado la cabeza, recogió el sombrero que estaba tirado cerca de sus pies, lo miró y dijo:

-Por lo que duele, creo que necesitaré un sombrero un par de tallas más grandes. Por cierto, detective ¿estás ocupado esta noche?.

-No, pero cuéntame que coño hacías metido en un callejón de Harlem, a estas horas de la noche.
-¿Qué pregunta jodida es esa? ¿Tu que acostumbras a hacer con una negra culona en un callejón oscuro?.

Lo dejé correr, he conocido a muchos tipos de ideas fijas, son tan sólidos como rocas y casi igual de estúpidos. Quizás él no lo era, pero preferí no arriesgarme a una discusión larga y tediosa, me quedaba mucho bourbon por tomar, las noches en Harlem son largas y mi sed interminable. 

La negra estaba recostada en una estantería inservible, que alguien había dejado junto a un enorme cubo de desperdicios, y se miraba las uñas.

-Te contrato, Mike, por cierto ¿ella está metida en esto?.

-¿Para que me contratas?. Por supuesto que está metida en esto.

-Que os jodan –dijo la negra con aire de supremo aburrimiento.

-Los tipos que me han hecho esto, se han llevado mi maletín, dentro tengo los guiones que mañana tengo que entregar en Charlton Comics, si no los encontramos antes de las diez de la mañana, me pegas un tiro, no quiero volver a vender corbatas. Ese será tu trabajo, los guiones o el tiro.

-Tu estás loco, hermano.

-¿Cuánto cobras?
.
-Cuarenta pavos al día más los gastos, pero eso sería si lo que me pides fuera factible, liarse a buscar a dos negros ladrones en Harlem en plena noche es de locos.

-Pégale un tiro y ya nos podemos largar a casa, -dijo la negra sin dejar de apoyarse en la estantería. Se lo estaba pasando bien.

-Te pagaré doscientos pavos y los gastos, esos dos creyeron que tenía el dinero en el maletín, no miraron en mis calcetines -dijo Micky moviendo con suavidad la nariz de un lado a otro para comprobar que no estuviese rota.

-¿Vas a hacer caso a este loco? -dijo la negra.

-Por cierto, ¿tu como te llamas?.

-Me ha dicho que se llama Davaila. –dijo Micky

-De acuerdo Davaila, ¿quiénes eran esos hermanos que se han llevado el maletín y donde los podemos encontrar?.

-¿Qué te jodan, cabrón?. Sus uñas debían tener poderes hipnóticos porque ni siquiera dejó de mirarlas para insultarme.

Solté el brazo, la mano abierta impactó en la cara de la chica, en esta ocasión no tuvo que hacer un esfuerzo para chocar contra la pared del callejón.

Dame diez pavos, le dije a Micky alargando la mano, él se sacó un zapato, del calcetín brotó un rollo de billetes.

Me acerqué a Davaila, le tendí el billete de diez dólares y repetí la pregunta, ella sacudió la cabeza negativamente sin dejar de mirar el billete  

De nuevo alargué la mano hacia Micky, -Diez pavos más y cárgalo a la cuenta de gastos.
-Yo no me juego la vida por veinte pavos, -dijo la chica negociando.

Alargué el brazo y la abofeteé, no muy fuerte, suficiente para hacerla trastabillar, la sujeté para que no cayera al suelo, sin dejar de sujetarla, alargué la mano izquierda hacia Micky. El tipo había entendido el juego y depositó un nuevo billete de diez dólares en ella. Se los enseñé a Davaila.
-Treinta dólares, muñeca, no hay más, a partir de ahí solo bofetadas, ¿quienes son los hermanos y donde podemos encontrarlos?.

-El de la cara picada es Bobo, el otro se llama Santos, es un tipo duro, me matará, acostumbran a dar una vuelta por Minton´s cuando tienen ganas de escuchar jazz.

-Claro, chiquilla, y cuando tienen ganas de mear en el río se dan una vuelta por el puente de George Washington; si sigues por ese camino te quedarás sin los treinta pavos, a cambio un día u otro me encontraré con Bobo y Santos y les contaré lo amable que has sido conmigo dándome sus nombres..

-Está bien, tipo listo, en la calle 119 hay un gimnasio abandonado, muchas veces duermen allí.

-De acuerdo Davaila, espero que no me hayas mentido, porqué si lo has hecho...

-Si, ya lo sé, si lo he hecho, me matarás, si no lo he hecho me matará Santos. Creo que me largaré una temporada a Virginia, allí solo me lincharan. ¡Joder que noche!.

Micky nos escuchaba con mucha atención, sus labios se movían como si repitiese nuestras palabras, cuando le dije que nos íbamos pareció despertar, miró a Davaila y se acordó de su papel: -Oye, yo antes de venir aquí te he pagado quince pavos.

Le cogí del brazo y le arrastré hacia la salida del callejón: -Cárgalo a gastos, ya no vendrá de eso.






DE CAZA.-

El gimnasio abandonado de la calle 119, es un nido de ratas, son ratas grandes, andan sobre dos patas y se alimentan de morfina y whisky malo. La mayoría de los cristales de sus ventanas están rotos y el viento se cuela por los agujeros, la escalera de incendios está resbaladiza de tantas veces que la han bajado corriendo tipos que temían por su vida. La entrada principal antiguamente tenía una puerta de roble con apliques de metal abrillantado, ahora solo está protegida por un trozo de tela que alguien a quien le quedaba un resto de pudor colgó en alguna ocasión. 

Pero no todo es censurable en ese lugar, allí no existe el apartheid, cualquier basura, sea blanca o negra puede encontrar acomodo en alguno de los rincones del edificio.

Antiguamente, cuando el local abría toda la noche, tres letras de neón rojo, “GYM” le hacían guiños a la gente de Harlem, ahora y a juzgar por la oscuridad. que envolvía al edificio parecía que el neón era la única luz del edificio que aun estaba en servicio.  Hacía tiempo que la Y se había fundido y el parpadeó se había convertido en un homenaje a General Motors. 
    
Desde la acera miré hacia arriba y pensé que hacía falta estar loco para entrar allí, mucho más siendo de noche; pero el tipo que iba a mi lado me miraba como si yo fuera capaz de arreglar todos los problemas de la ciudad. Y si no recordaba mal me había prometido doscientos dólares, lo único que tenía que hacer era recuperar su maletín. 
 Eso y procurar que no nos matasen.

-¿Vas armado? –le pregunté. 

Micky movió negativamente la cabeza y preguntó: ¿Tu crees que será necesario?.

-Solo para llamar a la puerta, - Saqué mi Mágnum de la cintura, aparté la cortina y entramos. En aquel lugar reinaba una oscuridad tan densa que para ver lo que me rodeaba hubiese tenido que prenderle fuego al edificio, lo cual dicho sea de paso me parecía una idea excelente.
Por el olor que despedía la pared en que apoyé mi mano, alguien que tenía mucha prisa o una vejiga problemática había meado allí nada más trasponer el umbral. 

Al fondo de un pasillo se colaba un resquicio de luz. Pisando con cuidado para no hacer ruido nos dirigimos hacia allí tanteando las paredes con la mano.

En lo que había sido una recepción, un tipo sentado en una silla plegable apoyaba los pies sobre un mostrador roído por la suciedad y dormía con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta. La luz provenía de una lámpara de sobremesa de cuello flexible enfocada hacia la pared, de forma que su resplandor no incidiese en la cara del durmiente. Sobre el mostrador había una revista pornografíca abierta por la pagina central, un cenicero rebosante de colillas, un vaso vacío que apestaba a un whisky, que por el aroma, habían fabricado con los restos de la colada, y una linterna.

Metí el cañón de la Mágnum en la boca del tipo y le sacudí suavemente por el hombro. Debía estar acostumbrado a la vida dura porque aunque abrió los ojos desmesuradamente, tragó saliva y guardó silencio. Retiré la Mágnum lentamente de su boca, le sonreí y dije señalando a mi espalda:

 -Este que está detrás de mí es Micky.

-Hola Micky, -balbuceó el tipo con voz apenas audible.

-Pregúntale a Micky si te vamos a matar.

-¿Me vais a matar, Micky?.

-No creo, me parece que si nos dices donde podemos encontrar a Bobo y a Santos, Mike no te matará.

La rapidez con la que Micky le estaba cogiendo el aire al asunto me tranquilizó un tanto.
La mano de aquel fulano se levantó sin dudar ni un solo instante señalando hacía arriba. –El segundo piso, la antigua oficina, duermen en colchonetas allí, han entrado hace una media hora.
-¿Cómo te llamas? –le pregunté.

-Butch.

-Un nombre aristocrático. Lárgate Butch, quizás hagamos algo de ruido allí arriba, no podrías dormir.
El tipo, desapareció tan rápido, que de no ser por el hedor que dejó al pasar por nuestro lado, hubiera podido jurar que nunca estuvo allí.   

Cogí prestada la linterna de Butch y subimos lentamente por la escalera, a pesar de las precauciones el suelo crujía y siseaba con un lamento casi humano. En el primer rellano, acurrucado contra la pared un bulto nos impedía el paso, la linterna nos descubrió la figura de una anciana extremadamente delgada. La anciana se enderezó apoyándose contra la pared y pudimos verla mejor, era una muchacha blanca a juzgar por los rasgos, el color oscuro de su piel podía ser debido a la falta de luz y a la suciedad que la cubría, no tendría más de veinte años, estaba roída hasta los huesos por la droga, posiblemente no celebraría el año nuevo si nadie la ayudaba antes a salir del infierno en que se había metido con la ayuda de la heroína.

-Hola cariño, no estoy en forma, pero si tienes lo que necesito podemos llegar a un acuerdo, soy muy buena cuando estoy en forma. –Tenía una voz extraña, ronca e infantil, que oscilaba entre el ruego y el ofrecimiento.

Algo ácido y viscoso se paseó por mí estomago obligándome a tragar saliva.

-No tengo lo que necesitas, chiquilla. –Aquello no era cierto, notaba en mi mano el peso del Colt Mágnum, aquello le evitaría a la chica muchos sufrimientos, pero no soy Dios.

-Pues déjame que intente dormir, hijo de puta.

Pasamos elevando las piernas sobre el cuerpo de la chica que se había acurrucado de nuevo en su rincón. Su respiración como un sollozo nos acompañó mientras subíamos las escaleras.
El primer piso era una enorme sala de gimnasia, las espalderas a trechos estaban arrancadas, del techo aun colgaban restos de cuerda y aquí y allá, sobre colchonetas o directamente en el suelo, se veían bultos humanos que no mostraron el menor interés en nosotros.

En el segundo piso, una luz nos indicó la situación de la oficina, un recinto de unos tres metros por dos. Apagué la linterna, puse una mano sobre el hombro de Micky y le detuve. Su voz resonó en mi oído: -¿Qué hacemos?.

-No creo que nos dejen muchas opciones.

Yo no tengo una fe absoluta en un puño americano usado con la debida sabiduría, pero con según que tipo de ratas, no me cabe duda que es más eficiente que un discurso razonado con amabilidad.

Llegamos a la puerta de la oficina, en su interior, sobre la mesa estaba el maletín de mi cliente, Bobo y Santos estaban sentados, fumaban y bebían directamente de una botella que habían situado a una distancia equidistante de sus cuerpos.

Le hice señas a Micky para que se apartase, en caso de conflicto no quería que me ayudase, temía que acabaríamos los dos en un montón camino del deposito, él debió pensar lo mismo porque se apartó sin oponer reparos.

Di una patada a la puerta que rebotó contra la mampara del cubículo, en el silencio de la sala vacía, el portazo resonó como las murallas de Jerico durante el concierto de las trompetas. 

Bobo cayó hacia atrás al intentar levantarse apresuradamente, Santos se fue incorporando lentamente sin dejar de mirar el cañón de mi Mágnum.
Davaila tenía razón, aquel era el peligroso.

Les solté mi discurso: -Si sois buenos chicos no saldrá nadie herido, nos llevaremos ese maletín y todos contentos; ahora bien, si alguien cree que ese trato no es justo le volaré la tapa de los sesos.

-¿Tanto dinero hay ahí dentro?, si es así podemos repartirlo. –La sonrisa de Santos no me tranquilizó en absoluto, pero me distrajo lo suficiente para no ver a tiempo que Bobo al levantarse había agarrado un pesado pisapapeles en forma de Buda y se disponía a lanzármelo a la cabeza.

Les voy a contar mi teoría: en caso de conflicto no es aconsejable amenazar al oponente si no se está dispuesto a cumplir la amenaza. No importa lo dura que haya sido la amenaza. 

Para Bobo no conocer mi teoría resultó fatal, la bala que le deshizo el cerebro le lanzó hacia atrás haciéndole chocar contra la pared, el pisapapeles, desviado de su dirección, impactó a la altura del muslo causándome un dolor agudo que me hizo lanzar una imprecación.

 Santos sabía hacer juegos de manos, de algún sitio había sacado un cuchillo y antes de poder encañonarle le tenía tan cerca que podía oler su aliento. La musculatura de aquel fulano presionándome, su brazo armado con el cuchillo dirigido a mi garganta, me hizo pensar que mi exagerado consumo de bourbon no hacía aconsejable verse involucrado en determinadas situaciones con según que tipo de personal.

En buenas condiciones yo era tan fuerte como él. 

Pero no estaba en buenas condiciones.

Una mano de Santos inmovilizaba la mía, la otra acercaba el cuchillo a mi garganta, y aunque yo aun tenía suficiente energía para no permitir que hundiese aquel cuchillo en mi cuello, era una cuestión de tiempo. Lamenté haber sido tan taxativo al decirle a Micky que no interviniese.

Mientras yo pensaba en Micky, Santos solo pensaba en degollarme y aquel fulano sabía lo que hacía, la pelea cuerpo a cuerpo era un territorio en el que se movía con facilidad, se daba cuenta de que era más fuerte que yo, movía el cuerpo centímetro a centímetro para con su peso inmovilizar mi brazo, quería liberar la mano con la que me sujetaba para ayudar a la que sostenía el cuchillo. Si lo conseguía yo estaba muerto. 

La vida de Micky dependería de lo rápido que huyese, aunque eso para mi no sería importante. 

Ayudé a Santos, permití que mi brazo dejase de hacer fuerza, en cuanto lo notó dejó caer su cuerpo sobre mi brazo y apartó la mano. Tuve la décima de segundo suficiente para elevar mi mano y clavarle los dedos en sus ojos 

Se apartó aullando de dolor, con las manos se cubría la cara, entre sus dedos comenzó a correr un delgado hilo de sangre, el cuchillo se había caído de sus manos. 
El terror y la ira habían puesto un velo rojo ante mis ojos que me cegaba y solo pensaba en cargarme a aquel hijo de puta que hacía un momento había estado a punto de acabar conmigo. No recuerdo haber recogido el revolver, pero lo hice porque estaba en mis manos.
Llegué hasta Santos que sentado en el suelo aullaba quedamente y le dije: -Santos, sé que no debería hacer esto
El primer disparo le atravesó el corazón, y le derribó, prácticamente le clavó en el suelo.
No sé por qué le disparé por segunda vez, ya estaba muerto. 

A través del velo rojo vi que un buen numero de la gente que dormía en el primer piso, había subido al escuchar el ruido y miraba desde el centro de la sala sin atreverse a acercarse. Vi a Micky que miraba el interior de la oficina con cara de espanto.

-Coge tu maldito maletín y larguémonos, -le dije.

Eché una última mirada al montón de carne inerte en que se habían convertido aquellos dos tipos, su aspecto no era mejor que momentos antes. No sentí nada, ni siquiera satisfacción por salir vivo de aquella ratonera.

Conforme avanzábamos los mirones se iban apartando. No me importaba que nos viesen, posiblemente ellos mismos tirarían los cadáveres en algún callejón con tal de no tener que responder a preguntas de la policía. La policía por su parte no entraría en aquel chiquero si nadie les llamaba. A la ciudad no le molestaría pagar el entierro de aquella basura, las fosas comunes de la ciudad de New York son amplias y profundas. Por tanto todo estaba en orden.

La chiquilla drogadicta que se acurrucaba en el rellano, nos preguntó sin moverse: -¿Qué ha sido todo ese ruido de ahí arriba?.

-Disparos y dos muertos, anda duerme.

-Todos moriremos un día u otro, querido. –Creo que se encogió de hombros al decirlo, pero no podría jurarlo. 

Cuando salimos a la calle, vi que Micky me tendía doscientos dólares que sacó del calcetín. Probablemente a Bobo y a Santos les hubiese parecido un precio razonable por sus vidas.

-Mike, si en alguna ocasión me necesitas búscame en Charlton Comics, me llamo Micky Spillane, siempre lo he pensado, pero hoy sé que un día escribiré una gran novela, su personaje principal será un detective como tu, ¿te importa que te use como modelo para mi detective?. –Aquel fulano me miraba como si yo fuese Dios y él su siervo más querido.



-Haz lo que te pase por los cojones. Y ahora si no te importa, me voy a dormir.

Los primeros albores de una luz sucia se cernían sobre las callejas de Harlem cuando escuché de nuevo la voz de Micky Spillane.

-¿Te parecería bien Mike Hammer como nombre para tu personaje?.
Me encogí de hombros, la rodilla aun me dolía. –Haz lo que te pase por los cojones, -repetí con hastio.
Doblé la esquina y ya no le escuché más, aquel tipo empezaba a cargarme, si no me lo sacaba pronto de encima no me quedaría más remedio que darle un par de hostias.
La rodilla seguía doliéndome, necesitaba un bourbon.
Tal vez más de uno, ahora que el velo rojo había desaparecido, aunque los ojos me escocían.
Probablemente no tenga importancia, pero quiero decirlo porque en aquel momento lo aprecié con total claridad. De madrugada, Harlem aun olía a esa mujer que te da su amor a cambio de tu dinero.
Me fui a dormir, no sabía si podría, pero ¿qué otra cosa podía hacer?.


NOTA DEL AUTOR.-

Los hechos relatados en las paginas precedentes me fueron trasladados por el propio Mike Winowsky, un día que paré en  un bar cualquiera para tomar un bourbon. Mike me pareció un tipo de escasa credibilidad, por lo que con toda probabilidad, el relato es falso en parte o en su totalidad.
En cualquier caso no me hago responsable de su veracidad, por mucho que algunos de sus actores sean personajes reales. Y si uso “sean” en lugar de “fueron” es debido a que Sonny Terry, Brownie Mc Gee o Micky Spillane siguen tan vivos en mi memoria como lo están ustedes.
                     
   Buenas noches.







                        FILOSOFÍA.-

Es un lugar común entre la mayoría de la gente que en nuestra profesión, cuando estamos a punto de cumplir un encargo, -usando el eufemismo más común: entregar el paquete- lo recomendable es dejar la mente en blanco, vaciarla de cualquier consideración, dejar que el cuerpo flote en una suerte de líquido amniótico para que nada interfiera con nuestro trabajo, un trabajo de exquisita precisión.
No es mi caso. Yo, cuando estoy esperando a cumplir un encargo, filosofo, siendo el objeto de mis pensamientos mi propia persona y el mundo que me rodea como un elemento necesario para mi desarrollo.
Quizás filosofar sea un término sumamente pretencioso tratándose de mí. No soy un hombre especialmente dotado para la filosofía, envidio a quienes lo están. No soy un hombre especialmente dotado para nada en concreto, nunca he destacado en disciplina alguna, ni física, -mis perfomances atléticas, siendo caritativo, no pasan de discretas- ni intelectual, -mi coeficiente i se situa en una parca mediocridad. Y si hemos de ser sinceros ni siquiera soy un hombre completamente normal. Como todo ser humano he buscado a lo largo de mi vida, si no la admiración de mis semejantes, su aceptación, su reconocimiento como una entidad perteneciente a la misma ralea. Poco dotado para la actividad física mi tendencia natural ha sido siempre refugiarme en la introspección intelectual, y como he dicho antes no estoy especialmente dotado para ello. Además y desde que comencé a tratar de comunicarme a un nivel profundo con mis semejantes descubrí que me afecta una notoria, desgraciada tartamudez.
Mi tartamudez crea un foso que separa mi mundo del mundo que habitan mis semejantes hasta llegar a un punto en que la forma menos dolorosa de vivir es no dirigir la palabra a nadie, o a la menor cantidad de gente posible y en la menor de las ocasiones posibles.
Mi defecto me separa especialmente de conceptos como la belleza y la generosidad, nociones que acostumbro relacionar con el mundo que existe al otro lado del foso que me separa de mis semejantes. Durante un tiempo pensé que la forma de acercarme a estos conceptos era denostarlos, mancillarlos, sin embargo pronto comprendí que ese era un camino que no me conduciría a ningún lugar deseable, ya que con frecuencia sentía la necesidad de cruzar el muro y llegando al mundo al que no pertenecía firmar con él una especie de armisticio.
Quizás alguno de ustedes piense que estoy exagerando, que mucha gente sufre un defecto en su forma de expresarse y que tal defecto no la lleva a considerar su vida un capitulo separado del resto del mundo. Si, lo es, no tengan la menor duda. Forzosamente debe serlo ya que cuando una persona habla está tendiendo un puente entre su realidad y la de la persona o personas a las que se dirige. El tartamudo cuando después de penosos esfuerzos consigue articular su pensamiento en forma de palabras la realidad a la que se dirige puede, normalmente lo hace, haber cambiado. Han transcurrido unos segundos preciosos durante los cuales el resto del mundo ha vivido una realidad distinta, en el menor de los casos, la realidad del interlocutor del tartamudo ya está contaminada por intereses ajenos a los de su interlocutor. La comunicación nunca será tan completa o satisfactoria como sería de desear.
Antes, he dicho que mi defecto me separa de conceptos como la belleza y la generosidad, sin embargo como ser humano aspiro a la belleza como elemento que me aleje del horror de vivir, y por tanto la busco y cuando la encuentro me refugio en ella. No me refiero a la belleza que acompañada de la pasión o el simple deseo enturbia la mente. Busco la belleza estéril de una gota de lluvia que el sol torna irisada, pendiendo en equilibrio inestable de la punta de una hoja que por efecto de la lluvia brilla con un verde renovado. Me quedo absorto ante la belleza de un retazo de cielo azul recortado por la negrura de unas nubes amenazantes de lluvia. Me siento prendido de la dolorosa belleza de los coletazos de un pez en su agonía mientras busca la vida que solo puede encontrar en el agua. Soy capaz de permanecer inmóvil bajo la lluvia de una tormenta repentina viendo como mientras el cielo grita y llora la gente corre a buscar refugio donde puede, sin importarle el dolor del cielo, o las causas de ese dolor.
No me interesa la belleza fértil de una mujer joven ni la decadencia de la belleza madura contenida en un cuerpo caduco de mujer. La belleza debe ir acompañada de esterilidad, ya lo he dicho, para que pueda apreciarla. Y esa búsqueda de la belleza no es en mi una obsesión o una aspiración intelectual, es más bien una justificación de mi presencia en este mundo. Me refiero, claro está, al mundo de esta parte del muro, el otro, el que está al otro lado del muro me trae sin cuidado, no necesito, por tanto, justificar nada.
Mientras espero pacientemente no puedo evitar sonreír, hay gente que después de toda una vida de convivir con sus propios defectos aun no ha aprendido a soportarse. No es mi caso.
Fumaría gozosamente un cigarrillo, dejaría que mi mirada se prendiese de las formas caprichosas de la espiral de humo azulado que se movería a impulsos del escaso viento que sopla a intervalos irregulares. No puedo hacerlo, eso sin ninguna duda me distraería. Es mejor filosofar, mientras el cerebro urde teorías que me ayudan a comprenderme, el ojo, el oído pueden estar alerta. Aunque de vez en cuando interrumpo mis pensamientos para echar una mirada a la puerta que da paso al hall del hotel, pero mi cliente aun no ha llegado y no puedo entregar el paquete.
Sopla un aire ligero que refresca el ambiente hasta el punto de que siento un poco de frío. No me importa, el frío sin excesos ayuda a mantener la atención, también a pensar.



Mi cliente acaba de aparecer, le acompañan dos tipos grandes con aspecto de guardaespaldas. Son, con absoluta seguridad guardaespaldas, niñeras para gente adulta e importante, gente a quien la sociedad o su propia fortuna necesita proteger. Miran a ambos lados de la calle para asegurarse de que no hay posibilidad de riesgo para el niño adulto al que protegen. Uno de ellos le hace una seña con la cabeza a su compañero indicándole que no hay peligro y que pueden avanzar hacia el coche que les espera a poco más de diez metros. Yo hace rato que tengo el paquete listo para su entrega y diez metros es una eternidad.
Justo en ese momento se enciende el alumbrado publico, visto desde la altura a la que me encuentro, la hilera de luces que marca el trazado de las calles parece un tatuaje sobre la piel de la ciudad. Una imagen de una belleza estéril, como a mi me gusta, pero este no es momento para filosofar, ya no.
El hombre importante viste un elegante abrigo de color negro. Desde esta distancia parece de pelo de camello, siento la tentación de bajar la mira telescópica hacia el abrigo, pero no lo hago. Claro que podría apuntar al corazón pero en esta ocasión no tendré tiempo más que para un disparo y debo buscar la seguridad, me pagan muy bien, no puedo permitirme el menor fallo, así que desisto de entretenerme en detalles banales. Centro el visor de mi rifle en la cabeza del hombre importante, ahora ya no hay filosofía, todo mi mundo se reduce a esta cabeza, desaparece el abrigo y cualquier discrepancia entre mi mundo y el mundo que me rodea. En cuanto apriete el gatillo, -mi dedo ya se curva sobre él causándome un dolor ligero debido a la tensión-, todo el mundo del hombre importante se reducirá a oscuridad teñida de sangre y masa encefálica destruida por la bala.
Bien poca cosa.
Aprieto el gatillo.
http://www.jorgecolomardetectives.com/wp-content/uploads/2011/04/asesino_sueldo.jpgSiento el suave retroceso de la culata del rifle golpeando mi hombro, la sanción definitiva para mi cliente, la aprobación para mi acción. Sin más la respuesta a la acción de apretar el gatillo. Claro que podía haber apuntado a una de las muchas ventanas del edificio que hay detrás del hombre, las posibilidades teóricas son numerosas, casi infinitas. Pero no lo he hecho, he apuntado a su cabeza.
El hombre del abrigo negro que parece de pelo de camello se tambalea ligeramente con una expresión de estúpida ignorancia en su rostro, luego cae hacia atrás ante la sorpresa de sus guardaespaldas que no han escuchado el estampido del disparo, amortiguado por el silenciador de mi rifle de precisión. Antes de buscar, con la mirada dirigida a los alrededores, a un posible agresor, se agachan para mirar a su empleador, aunque su mayor deseo en estos momentos sea buscar refugio, temerosos de que el segundo disparo busque sus órganos vitales, algo que no va a suceder, no hoy al menos. Tardan unos segundos en comprobar que es lo que ha sucedido, una herida en el cerebro no es escandalosa en un primer momento, para el forense ya será otra cosa.
Me apresuro en recoger el rifle y guardarlo en su funda, una maleta que una vez cerrada no se distingue en nada de otra cualquiera y me largo de allí, este no es el mejor momento para ponerse a filosofar.
El mundo acaba de ganar en coherencia.
Una coherencia, sin embargo, fugaz como una bella puesta de sol. Y como todas las puestas de sol sé que no puede durar eternamente.
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