UN CUENTO NEGRO




                                                          UN CUENTO NEGRO





Mi editor me llamó a las diez de la mañana para pedirme que escribiese un cuento.

-Un cuento negro, tío, uno de esos cuentos con muerto, violento y triste, ya sabes lo que le gusta a la gente.

-¿Para cuando lo quieres?.

-Como mucho tres o cuatro días.

-No tengo nada.

-Invéntalo, puedes hacerlo.

No se me dan muy bien los cuentos muy cortos y se lo dije.

-Inténtalo, -repitió

Me olvidé del cuento y seguí a lo mío, era la tercera vez que enfocaba el final de una novela que seguía resistiéndoseme



El teléfono móvil sonó a las cinco de la madrugada avisando de la entrada de un mensaje. Leí : “Mi madre Sonia Valentí ha muerto hoy, ha sido una muerte tranquila”

A los diez minutos, mientras pensaba en Sonia Valenti, el teléfono pitó de nuevo, el mensaje repetía exactamente el anterior. Imaginé que Sonia me tenía en dos agendas diferentes, quizás en la misma y que su hijo estaba avisando a todos los conocidos. Pero en una sería Luis y en la otra Guti, como acostumbraba llamarme cuando nos conocimos. Al día siguiente comprobaría, al hablar con el hijo de Sonia que tenía razón.

Cuando nos conocimos yo tenía diecisiete años y ella dieciséis, aparentaba veinte y en realidad tenía catorce, aunque de eso me enteré muchos años más tarde, me lo confesó ella misma. Íbamos a la misma pandilla a bailar los domingos. En realidad “pandilla“ es una palabra que no me gusta, suena a policial, y este es un cuento negro, para nada policial.

Nos enamoramos de forma fulminante con ese primer amor ingenuo, apasionado, dulce, estúpido e inolvidable. Ese ensayo, casi siempre efímero, que nos prepara para otros amores cada vez menos ingenuos, más interesados, menos duraderos en la memoria, a no ser que acaben en matrimonio, divorcio y sus consecuencias en ambos casos. 
 

 

Nos recuerdo bailando apretados, buscando el rincón de luz más tenue para besarnos. Aunque la realidad sería que yo intentaba buscar sus labios y ella me los escondia, aunque trataba de compensarme presionando su cuerpo contra el mío y apretándome la mano con fuerza, algo así como una caricia desesperada. En algún momento, mientras Adamo cantaba “La Nuit” o Nico Fidenco “Legatta a un granello di sabia”, (está última era nuestra canción y si por alguna razón estábamos enfurruñados al oírla nos buscábamos con la mirada y corríamos el uno hacia el otro) ella acercaba sus labios a mi oído y decía “lo siento” y me besaba en la mejilla, luego me regalaba un apretón de mano que me dejaba dolorido hasta el día siguiente. Tenía catorce años, aunque yo no lo supiese, y en aquellos momentos España era todavía la reserva espiritual de Europa y hasta del mundo entero. Eran los años sesenta, aquella época en que en EEUU los hippies se hartaban de hacer el amor y nosotros nos hartábamos de pensar si aquello sería posible. Pecado, por supuesto ya sabíamos que lo era y nos importaba un huevo ¿pero posible?.

Que gente más afortunada los hippies.

No sé si lo he dicho, pero era bellísima, con poco más de dieciseis años ya le pagaban para que luciese vestidos de modistos famosos. A los dieciocho conoció a quien sería su marido, un chaval millonario por familia y por vocación. Yo había desaparecido de su vida y ella de la mía. Años más tarde me contó de su vida, aunque sería mejor decir de su escasamente afortunada vida. Según me contó aparte de sus hijos y su amor de madre, dinero tuvo mucho, felicidad escasa y a ratos, algún maltrato físico y bastantes más sicológicos.

Uno de esos cuentos de hadas que empiezan con boda y acaban con lágrimas.

El tiempo tampoco había sido respetuoso con su legendaria belleza, aunque para mi seguía siendo aquella preciosidad de candida mirada azul que me apretaba la mano, hasta casi hacerme daño, para pedirme perdón por no permitir que la besara como Dios manda. Nunca dejé que me destruyeran el recuerdo de mi primer amor, el tiempo puede destruir casi cualquier cosa, pero no los recuerdos que uno quiere conservar.

Y escribí este cuento.

Y se lo envié al editor.

Y mi editor me lo devolvió

Y me dijo que “que coño, eso no es un cuento negro”.

No quise discutir con él, pero al releer el cuento pensé que no le faltaba nada para ser un cuento negro. Tenía un muerto, una mujer que apenas había alcanzado la sesentena y a pesar de todos los pesares sentía unas enormes ganas de vivir y ser feliz. También tenía un misterio el cuento: como, alguien que lo tenía todo para alcanzar la felicidad fue tan infeliz. Al parecer también hubo algo de violencia física. Y era triste tal como me había pedido que fuera.

¿Qué coño quería mi editor?

¿Qué coño quería yo a estas alturas?.

Pues escribirle un cuento que fuese al tiempo una despedida.

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