LA TIMIDEZ


                                                                                         LA TIMIDEZ.-



Soy un hombre tímido e introvertido con las mujeres y me gustaría no serlo. En realidad soy más tímido que introvertido, en ocasiones conozco a una mujer a la que quisiera decirle que sus ojos me subyugan, que su sonrisa me hace soñar con inacabables noches de amor, que deseo viajar con ella por el mundo, tomados de la mano contando estrellas, dibujando nuestros deseos en la espuma de las olas, que si unimos nuestras ilusiones nada podrá detenernos. Pienso eso y mil cosas más mientras le tiendo la mano y le digo:

“Encantado de conocerte”. Luego me sonrojo.

Por si no se les ha ocurrido pensarlo, les aclaro que mi timidez trae aparejado un problema tangencial, lo que desde la guerra de Irak se conoce como “daños colaterales”: mi vida sexual es de una pobreza extrema.

En una charla de café, un terapeuta al que me une cierta amistad, quiso tranquilizarme: “Anímate, hombre, estoy convencido de que hay miles de mujeres que te desean”.

Probablemente tiene razón, aunque por desgracia yo no conozco a ninguna de ellas.

Un día, frente a un escaparate, un libro de autoayuda reclamó mi interés. Yo sé que necesito ayuda, también sé que en uno de estos libros no la voy a encontrar, pero aquél me llamó la atención, estaba encuadernado en formato grande y tapa dura, tenía una faja de color negro y en ella unas llamativas letras rojas rezaban: Primera Edición 150.000 ejemplares vendidos, el libro se llamaba “Cómo perder su timidez con las mujeres”, lo firmaba un tipo americano con apellido nórdico que en la fotografía que presidía el escaparate mostraba un aspecto más cercano a Proust que a Casanova. Para una primera edición, en nuestro país 150.000 ejemplares vendidos me parecía una cantidad desproporcionada, aun teniendo en cuenta que el aspecto lujoso del libro le hacía pertenecer a esa clase de libros que se compran para regalar y quizás nunca son leídos. Tampoco se podía descartar que por el mundo penase un exceso de hombres tímidos con las mujeres y la cantidad de ejemplares vendidos no era desproporcionada, en fin…

Entré en la librería, me acerqué a la pirámide de libros, tomé un ejemplar y hojeé al azar durante un par de minutos, la frase que abría el libro rezaba: “Cuando se encuentre frente a una mujer que despierte su deseo, piense que probablemente ella estará sintiendo el mismo embarazo que usted, quizás comparta sus mismos anhelos. Lo que con toda seguridad no desea es que usted los manifieste de forma brutal o inelegante. Eche mano de toda su ternura. Hágale saber con toda delicadeza que desea compartir con ella esos deseos que no se atreve a manifestar, no se apresure, déle tiempo al tiempo.”

Me ruboricé, dejé el libro en su montón y salí de la tienda.

Más tarde, en mi casa, pensé que la frase era en cierto modo tranquilizadora. Trataría de recordarla en el momento oportuno y tal vez me ayudara a no sentirme en un plano de inferioridad.

Por el tiempo en que sucedió lo que les cuento yo trabajaba en una empresa de informática. Uno de mis compañeros, Félix, era un tipo de armonioso cuerpo de metro ochenta y cinco, rasgados ojos verdes de gato, sonrisa agradable y enorme labia puesta al servicio de la seducción masiva de las féminas más atractivas de la ciudad. Yo le envidiaba, todos le envidiábamos, sin embargo él no nos lo tenía en cuenta, nos apreciaba. Algo a lo que no hay que atribuirle excesivo mérito, al fin y al cabo quien se beneficiaba a las bellas era él, nosotros aplaudíamos servilmente mientras tratábamos de aprender.

Un día, Félix me pidió que le acompañase a una cita que tenía con dos mujeres, Rosa y Marisa. A Félix le interesaba Rosa, a Marisa le interesaba Félix, yo debía entretener a Marisa mientras Félix seducía a Rosa. El plan era sencillo e ingenioso.

No sé si lo he dicho, pero yo después de decir “encantado de conocerte” y ruborizarme era perfectamente capaz de mantener una conversación coherente con una mujer; siempre, claro está, que no se tratase de seducirla, en cuyo caso después de ruborizarme balbuceaba frases más o menos inteligibles, lo cual provocaba que al poco rato de la mujer solo quedase el rastro de su perfume.

Lugar de la cita: un local de ambiente tranquilo y moderadamente íntimo del centro de la ciudad que se llamaba “La Taberna del Irlandés”, hora las siete de la tarde.

Félix puntual, yo puntual, Marisa puntual con cierta moderación; de Rosa ni rastro. Félix hace las presentaciones, la mirada gélida que me dirige Marisa muestra el mismo entusiasmo que mostrarían las cenizas de mi abuelo. Me cataloga como un O.M.N.I. (objeto molesto no identificado). Nos informa que Rosa llegará un poco tarde, le han surgido unos pequeños flecos inesperados de última hora. Nos sentamos y pedimos bebidas.

Marisa con un ingenioso movimiento táctico copiado de las tropas napoleónicas en la batalla de Borodino (7 de septiembre de 1812) escoge una mesa rinconera en la que ella y Félix quedan emparejados y yo arrinconado y solo en un extremo. Me siento próximo al shock, ese estado turbador que experimento en un velatorio o en la fiesta de cumpleaños de una sobrina pelma.

Supongo que se hacen una idea de la situación, ¿verdad?

Marisa se apodera del metro ochenta y cinco de Félix, de sus ojos verdes de gato y trata de hacer lo mismo con sus deseos. Yo rezo al Señor e imploro benevolencia

Marisa ataca de forma inmisericorde al gato. En cuanto yo trato de meter baza en la conversación me ataca con un “Grrrrrrr” audible desde la otra punta del local. Félix en algún momento trata de disculparse conmigo, se encoge de hombros por detrás de Marisa, su mensaje parece decir “yo no he sido”. Yo me siento como Pepito Grillo sin Pinocho, como Robinsón Crusoe sin Viernes, como Wherter sin Lotte, ni siquiera me atrevo a sentirme como Romeo sin Julieta.

Han transcurrido veinte minutos y Rosa no ha aparecido, el primer whisky se ha agotado y pido el segundo. Marisa me mira acusadoramente, su mirada dice “borracho de mierda, piérdete, grrrrrr”. Félix también ha pedido un segundo whisky pero lo suyo es distinto, Marisa le adora, hasta borracho se lo llevaría a casa, lo metería en la cama y lo arroparía. Después de violarle, por supuesto.

Han transcurrido treinta y cinco minutos desde que estamos allí Marisa, el gato y yo. De repente en la sala se hace el silencio, el murmullo de las conversaciones cesa y todas las miradas se dirigen hacia el mismo punto, acaba de entrar lo que la gente de la generación del “botellón” y “la play” conoce como “un pibón” (ominosa acepción que indica que no se ha hecho la miel para la boca del cerdo y mejor te dedicas a otra cosa).

-Mira, -dice Marisa, -ya ha llegado Rosa.

-Joooooder, -musito yo.

Menos mal, piensa Félix gatúnamente.

-Hija, ya era hora, -dice Marisa.

-Uff, qué lío, pensaba que no llegaba, -dice Rosa mientras el local va recobrando el ritmo de las conversaciones que su aparición había acallado.

Rosa es el resumen y la culminación de todas las mujeres a las que había deseado hasta aquel momento. Todas las manos que había tendido musitando “encantado de conocerte” las había tendido tratando de alcanzar la suya. Me esfuerzo furiosa e infructuosamente en recordar las frases del maldito libro de autoayuda que aquel día hojeé en la librería y lo único que puedo recordar es la faja de la cubierta y su mensaje “Primera edición 150.000 ejemplares vendidos”. Retazos sueltos del mensaje que leí flotan entre mis sinapsis, cosas que relacionan el tiempo con el deseo y la necesidad de no dejar pasar la ocasión. Pero ¿cómo demonios se hacía? Quizás no llegué a este punto.

Todos de acuerdo en que así no íbamos a ninguna parte, ¿no es cierto?

Marisa reagrupa sus fuerzas y lanza un nuevo ataque al flanco izquierdo del gato, que retrocede.

Rosa me mira y sonríe. Lo hace bien, me pregunta acerca de la conversación que Marisa y Félix mantienen con tanto entusiasmo.

-¿De qué hablan con tanto entusiasmo esos dos?.

-De cine, de literatura, cosas así, -informo puntual y servicialmente.

-Ya decía yo, no entendía nada, -confiesa la bella.

-Yo te lo cuento, si quieres, -me ofrezco servicial y puntualmente.

Mis nervios desatados lanzan poco tranquilizadoras descargas eléctricas que recorren, inmisericordes, mi cuerpo.

-Vale, -sonríe escéptica Rosa.

Me acerco y le pido que se acerque un poco. Aprovecho su movimiento para besarla suavemente en los labios mientras noto como el rubor cubre mis mejillas. Rosa planta una mano en mi hombro y ejerce presión hacia delante. Yo no intento hacer fuerza pero procuro que mis labios no se separen de la suavidad y calidez que emana de los suyos. Antes de separarse definitivamente de mí tengo la impresión de que duda.

-¿Lo has entendido? –pregunto esperando el bofetón protocolario.

-No del todo, -sonríe.

-En esta ocasión me sonrojo antes de besarla de nuevo. No hay mano pudorosa que trate de salvaguardar su honor. Compartimos la tarea y el resultado es más que aceptable, en realidad a mí me parece glorioso pero como aún no sé cómo lo puntúa ella, hago una media aritmética modesta y me quedo en aceptable.

-Te has sonrojado, -me dice Rosa sonriendo ampliamente.

Marisa y el gato nos miran estupefactos.

-Pero, ¿os conocíais de antes? –pregunta Marisa observándome con un respeto que acaba de estrenar y aún no sabe cómo funciona.

-No, pero ¿a que es simpático?, -dice Rosa con malicia.

-Yo creo que Félix y Marisa están muy ocupados, ¿qué te parece si les dejamos tranquilos y tú y yo no vamos a hacer el amor?, le susurro al oído a Rosa, acercándome lo suficiente para ocultar el nuevo rubor que cubre mis mejillas y encomendándome a Santa Valeriana del Feliz Desespero. .

-Tú estas loco, ¿no?, -me pregunta Rosa acercándose a mi oído, ella también sabe susurrar.

-Oye Rosa, me acompañas al servicio, -dice Marisa.

-No, mañana hablamos, ¿eh?, nosotros nos vamos.

Los ojos del gato fulguran suavemente en verde, Marisa duda entre la felicidad de tener a Félix para ella sola y poder intentar el asalto definitivo, y la legítima aspiración a un conocimiento que se le escapa. Hace un ligero amago de levantarse, Félix la toma suavemente del brazo y se lo impide. Su gesto magnánimo me hace comprender que él será siempre el maestro.

Marisa aprovecha el movimiento de rendición para apoyarse en mi amigo, su generosa teta izquierda se acopla con facilidad al hueco que forma el brazo del gato. Les deseo toda la felicidad del mundo, deseo ser el padrino de su primer vástago, he de recordar decírselo mañana al gato.

En la calle tomo a Rosa de la mano, pienso que si alguien me hubiese dicho que iba a cometer semejante desafuero no le creería. Yo lo único que quería era acercarme lo máximo posible al consejo que leí en aquel libro de autoayuda, un consejo que no pude recordar con claridad en ningún momento mientras miraba a aquella mujer. Pero ella está a mi lado y me dice que es mejor que vayamos a su casa, que preparará algo de cena. Yo supongo que debe estar pensando que no le resultará sencillo encontrar a un loco amable como yo, que es una experiencia que tal vez merezca la pena. También pienso que es posible que esté ajustando cuentas con Félix, con Marisa o con ambos. Ha escogido la mejor manera de hacerlo, por mi puede pasar cuentas con la totalidad de Los Caballeros de la Mesa Redonda.

La noche es un derroche de pasión y ternura, una pirotecnia hormonal que nos deja agotados. Rosa tiene la piel suave, huele a polvos de talco y a vicio inocente. Cuando acabamos de hacer el amor casi nos amamos. De vez en cuando me mira y me dice: -Ya no te sonrojas.

Y me sonrojo.

Ella ríe.

Por cierto, aquella noche no cenamos. Ya sé que esta es una observación banal, pero no soy capaz de mostrar contención cuando pienso en ello.

La vergüenza la pasé al día siguiente. Llegué tarde a trabajar, Félix le había contado gatunamente el episodio al departamento entero.

En cuanto piso el umbral, un silencio denso se apodera de la oficina, Félix se pone en pie y hace una señal, la totalidad del personal, incluido el Director de Delegación, se levanta de sus asientos y me dedica una cerrada ovación; se escuchan Hip Hip Hurra, Oé, Oé, Oé y demás manifestaciones de reconocimiento burlón. Me muero de vergüenza y me largo a tomar cicuta.

Al regresar, el ambiente está más calmado aunque la gente sonríe y me mira. En el cuarto de la fotocopiadora, Isabel, la belleza oficial de la compañía me arrincona sin necesidad contra la estantería del tóner, puedo disfrutar de su perfume y de un olor más personal que a esta distancia se hace evidente; para salir del cuarto gira en el sentido equivocado y sus pechos se pasean brevemente por el mío.

-¡Uy perdona!, -dice con una sonrisa más falsa que el arrepentimiento de un político.

Al salir, aquella tarde, pasé por la librería donde hacía algún tiempo había visto aquel libro de autoayuda “Como perder su timidez con las mujeres”. Entré y me acerqué al montón donde se exhibía, habían cambiado la faja de la cubierta, ahora decía: “Tercera Edición, un millón y medio de ejemplares vendidos en todo el mundo”. Con un ejemplar en la mano me dirigí a la caja y se lo tendí a la dependienta.

-Es una verdadera joya, hace milagros, -le dije.

Nos reímos los dos. Al devolverme la tarjeta de crédito, observé que me miraba con cierto interés y su mano rozó la mía.

-Bueno, espero que disfrute con la lectura, ya me dirá si funciona, -me dijo. Tenía unos bonitos labios.

-Claro, lo haré, -lo dije sin ruborizarme.

Quizás tenga que cambiar mi opinión acerca de los libros de autoayuda, aunque bien mirado yo les recomendaría que no vayan más allá del prologo. A mí me fue bien, aunque si lo compré fue como agradecimiento al autor ya que no podía invitarle a una copa

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