UNA FOTOGRAFIA INOPORTUNA




UNA FOTOGRAFÍA INOPORTUNA.-



El imbécil de Martos está tan pendiente de mi culo que en cualquier momento se va a fotocopiar la mano. Si al menos estuviese en la guillotina se la cortaría y estaría unos cuantos días de baja sin babearme el culo constantemente.

De acuerdo, no se me acerca más de lo conveniente, en este aspecto es aceptablemente respetuoso, pero una mujer puede sentirse babeada a distancia.

Si conociesen a Martos y sus miradas de deseo permanentemente insatisfechas lo entenderían.

Martos tiene alrededor de los sesenta años, como mínimo cincuenta muy mal llevados, está casado y tiene dos hijas, una de ellas más o menos de mi misma edad. En realidad la edad de Martos no es lo que más me molesta, siento una cierta atracción por los hombres maduros, incluso muy maduros.

Imagino que esa atracción debe estar relacionada con el abandono que sufrí por parte de mi padre a los cinco años. Él y madre se llevaban como el perro y el gato, así que no se le ocurrió nada mejor que un buen día desaparecer sin despedirse.

Yo tenía siete años, aun jugaba con muñecas.

Mi muñeca preferida era Kent, el novio gilipollas de la Barbie, la novia gilipollas de Kent.

Nunca más he vuelto a saber nada él.

De mi padre, me refiero.

De Kent aun tengo varios guardados en el baúl de los recuerdos. Le tengo vestido de motorista, en traje de baño, de esmoking y no sé de cuantas cosas más.

Pero ya no juego con él, no se preocupen, no estoy loca.

Quien más quien menos guarda los juguetes de su infancia, así que repito: no estoy loca.

De mi padre, si mi madre ha tenido alguna noticia se la ha guardado para ella. Y no será que yo no le haya preguntado, pero al parecer ha decidido que su marido murió el día que desapareció de su vida.

Me parece una buena actitud.

Al menos para ella.

Para mí, no.

Ella dice que ya tengo padre.

Y es cierto, mi madre se volvió a casar después de conseguir la nulidad de su matrimonio. Su marido, Cesar, es un buen tipo, me trata como si fuera su hija biológica y yo le trato a él como si fuera un vecino especialmente amable y considerado que visita a mi madre con frecuencia.

Le trato con tal educado cariño que se conforma con eso. No sé si en realidad se ha dado cuenta de que mi grado de aceptación de su presencia en casa no pasa de modesto.

Tengo un amante.

Mi amante se llama José Vicente y tiene cincuenta y cinco años.

No es mi primer amante, el primero tenía casi sesenta años.

Yo tengo veintitrés.

No han sido mis únicos amantes, sucede que los que me desvirgaron no cuentan, lo digo en plural porqué el primero solo lo consiguió a medias. En ocasiones una adolescente no se siente desvirgada, únicamente pegajosa por dentro. Hasta que se siente mujer pueden pasar muchos patosos por su vida.

¿Se les acaba de ocurrir que esta situación es debida a que mi padre me abandonó a los siete años y padezco un síndrome de abandono que trato de mitigar con hombre muchos mayores que yo, que voy por el mundo tratando de encontrar un sustituto, una figura paterna?.

Son ustedes muy sagaces. Felicidades.

Si mi madre supiera acerca de mi querencia por los hombres maduros me soltaría todo su catálogo de reconvenciones y compondría todas sus expresiones de dolor y desencanto.

Que son muchas, por cierto.

En ocasiones pienso que mi padre biológico sabía lo que se hacía cuando decidió que hasta aquí hemos llegados y que ustedes lo pasen bien.

Para él probablemente fue una decisión acertada, para mi, no.

Cesar, si se enterase de lo de mis amantes, se pondría trascendental y me preguntaría si no me convendría una buena y sosegada charla con él. Me llamaría hija a cada momento durante la charla que debería redimirme y hasta se le llenarían los ojos de sinceras lágrimas.

Es un buen tipo Cesar, bastante inútil pero buen tipo.

En ocasiones dudo si debería buscar a mi padre biológico. Los detectives trabajan en eso, encuentran personas que no tienen el menor interés en ser encontradas.

Hasta es posible que el detective encontrase a mi padre.

Iría a verle.

¿Y entonces qué?.

¿Reconvenciones?.

¿Lágrimas?.

¿Abrazos estremecidos?.

¿Explicaciones que ninguno de los dos acabaría entendiendo?.

¿Dejarlo correr?.

Por supuesto, eso es lo más cerebral.

Olvidarlo.

Claro que, eso es lo más difícil de hacer.

La mujer de Martos debe tenerle a régimen ya que el pobre tarado está a punto de masturbarse con el canto de la fotocopiadora. Me lanza una retahíla de deseos mudos que recibo con gesto despectivo y un balanceo de caderas elegantemente exagerado mientras me alejo.

Le dejo boqueando como un bacalao agonizante buscando un aliento que no sabe donde ha olvidado.

¡Que se joda!

Sigue teniendo el canto de la fotocopiadora a mano.

Puede usarlo.

Llamo a José Vicente y le digo que le deseo, que en este mismo momento me gustaría desnudarle despacio, ir besando cada retazo de piel que mis manos vayan descubriendo.

Me responde que me comerá a lametones hasta que me corra.

No me siento babeada.

En absoluto.

Lo que estoy es húmeda de deseo.

Es una imprudencia mantener una conversación así con José Vicente en el trabajo, tengo que hacer un esfuerzo para que no se note lo que siento en esos momentos, pero al tiempo es una más de las sensaciones que quiero experimentar: el peligro, la adrenalina.

Le doy cuerda a José Vicente.

Me cuenta que me morderá en la nuca mientras sus dedos juguetean por el interior de mi vagina.

Casi puedo sentirlos.

También ese dolor sordo, leve que desde mi nuca va bajando por la columna y se pasea por el perineo.

Quedamos en que al día siguiente nos encontraremos en su casita de la calle Grau, es la herencia que le dejaron sus padres, la casa y unos deseos enormes de vivir. Su esposa está harta de decirle que la venda o la alquile.

Le responde que es un recuerdo sentimental, que ya sabe que lo más práctico sería venderla, pero que hay algo que se lo impide.

Yo se lo impido, yo y las que antes de mi han pasado por su cama.

Apenas puede verte nadie, no hay vecinos, son casitas anacrónicas, la mayoría de ellas deshabitadas. Un pequeño jardín que en las dos que están habitadas sirve de aparcamiento más que como jardín.

Eugenio Mansardas se acerca a mi mesa para entregarme unos papeles que debo tramitar, la mano que sostiene los papeles choca contra el canto de mi mesa.

Ha calculado mal, estaba perdido por las profundidades de mi escote.

Otro que tal baila, Mansardas.

Le sonrío.

Mentalmente le mando a sodomizar a Martos.

Vete a saber.

Igual les gusta.

Les regalaría un Kent a cada uno.

El de aviador para Mansardas.

Para Martos vestidito de gala.

En casa, mamá y Cesar están de morros, deben haberse peleado por la televisión grande, el uno quería ver el partido y la otra uno de esos programas en que la gente se despelleja mientras la presentadora les pide educación y no cesa de azuzarles.

Antes se peleaban porque solo había un televisor en casa. Bueno, yo tengo uno en mi habitación, pero ellos en mi habitación no entran. Ahora se pelean porqué un televisor es más grande que el otro, o porque el sofá del salón es más cómodo que el sillón del cuarto pequeño.

Algo por el estilo.

Les miro a los dos, cada uno tratando de colgarle el sentimiento de culpa al otro y de nuevo pienso probable que mi padre tomase la decisión correcta cuando se largó.

Pero no pensó en mi el muy cabrón.

Le hubiese cedido mi televisor con tal de que se quedara.

Y mi colección de Kents.

Lo hubiese hecho con mucho gusto.

Duermo tranquila y profundamente esta noche.

Claro que después de tomarme un Rohipnol no tiene gran merito.

Me acicalo con esmero, quiero que José Vicente esta tarde me desee como nunca.

Martos y Mansardas van a pagar la fiesta cuando llegue a la oficina.

¿Y yo que culpa tengo si son unos reprimidos?.

Paso el día desasosegada, impaciente.

Parece que las seis y media no van a llegar nunca.

Llegan cuando Vanesa se acerca a mi mesa con cara de conspiradora internacional para decirme que tiene algo importante que contarme.

Ha adivinado que voy vestidita para ver a José Vicente, que estoy deseando salir de la oficina y echarme en sus brazos.

En resumen quiere joderme.

Le digo: -tengo polvo, cariño, ¿te importa esperar hasta mañana para contarme eso tan importante que te ha pasado?, -me levantó y me voy, dejándola con una carga de frustración del tamaño del Corte Inglés.

Que vaya a tomar una tila con Mansardas y Martos.

La tila es buena para la envidia.

Vanesa cuando le enseñé la fotografía de José Vicente puso cara de hambre y dijo: -¿Es muy mayor, no?.

Luego fue al servicio a masturbarse.

Cuando llego a casa de José Vicente, él aun no ha llegado, abro con mi llave, pongo algo de música clásica, enciendo unas varitas de incienso, preparo un whisky japonés con un cubito de hielo para mi y otro sin hielo para él.

Pienso en desnudarme y esperarle en la cama.

No lo hago.

Prefiero que me desnude él, pieza a pieza.

En ocasiones me descubre un pecho y mantiene el otro cubierto por el sujetador. Siento sus dientes mordisqueando suavemente el pezón descubierto y la suavidad del satén en el otro pecho.

Llega con la puntualidad germánica que le caracteriza y me baña los pezones con el whisky japonés haciendo olas dentro de su boca.

Hablamos poco, nuestras conversaciones se desarrollan en el periodo de descanso, entre round y round.

José Vicente aun es capaz de aguantar dos rounds sin que se le note la edad. Su habilidad hace el resto.

Me acuno en las oleadas de placer que recorren mi cuerpo durante no sé cuanto tiempo, José Vicente parece haber descubierto el secreto de una segunda juventud.

Le pregunto si ha tomado algo.

Sonríe y me dice que es culpa mía, que cada día le parezco más deseable.

Trato de culminar un tercer round.

No sé porque lo hago ya que en realidad me siento satisfecha.

Le hago todas las caricias que me dicta ¿el agradecimiento?.

Culmino el tercer asalto.

Le pregunto si desea otro whisky.

Asiente.

Cuando regreso con el whisky José Vicente se ha dormido.

No es su costumbre.

Lo achaco al tercer asalto.

Esperaré a que despierte, no me apetece echarme a su lado y escuchar su respiración acompasada.

Doy una vuelta por el salón.

Me gusta andar desnuda.

Revuelvo en una hilera de C.D. de música de los años setenta.

Mal año para la música.

Detrás de los C.D. una fotografía volcada boca abajo me llama la atención.

La cojo y le doy la vuelta.

José Vicente le da la mano a una niña que con toda evidencia es su hija.

Da la impresión de que la conduce a algún lugar que la niña le ha pedido ya que una de las manos extendidas señala hacia un punto indeterminado. José Vicente la escucha y parece a punto de darle una explicación que acabe de dar sentido al acto que protagonizan él y la niña.

Pienso que aquella niña podría ser yo.

No lo soy, por supuesto que no lo soy, la hija de mi amante y yo no nos parecemos en absoluto.

Voy hacia la mesilla de noche con la fotografía en la mano.

José Vicente sigue dormido.

Cojo el whisky y tomo un trago largo.

Me siento en una esquina de la cama con la fotografía en la mano.

Voy tomando tragos cortos sin dejar de estudiar la fotografía.

Mi mente se torna revoltosa.

Juega a cambiar la imagen de la niña de la fotografía por la mi imagen de niña.

Sonrió.

Al cabo de unos minutos no es necesario imaginarlo, mi mente ha tomado el mando, la niña de la fotografía que antes pensaba que podría ser yo, soy yo.

Me acercó a la cocina y cojo un enorme cuchillo que siempre me ha llamado la atención.

Secciono la carótida de José Vicente.

Por primera vez compruebo lo duro que es el cuello de una persona.

La sangre mana con avaricia.

José Vicente sufre un par de espasmos.

Me tumbo al lado de José Vicente procurando que la sangre que va empapando las sabanas no me alcance.

Las lágrimas ruedan por mis mejillas con una facilidad de la que nunca me había sentido capaz.

Me escucho sollozar.

Tardo tres horas en darme cuenta de que lo mejor es marcharse.

Juraría que el cuerpo de José Vicente ya no tiene la calidez de antes, cuando me estrechaba entre sus brazos.

Guardo la fotografía en su lugar.

Cuando salgo a la calle ya no hay sombras, es noche cerrada, nadie me ve porque no hay nadie para verme.

No es previsible que encuentren pronto el cadáver de José Vicente.

Tengo que pensar en lo que ha pasado esta noche.

Tengo que pensar en esa maldita fotografía.

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