miércoles, 5 de julio de 2017

CAPÍTULO VEINTE Y VEINTIUNO DE "UNA CIUDAD CON QUINIENTAS MAFIAS"



CAPITULO VEINTE

Habían pasado ya un par de semanas y nadie había intentado matarme.
Sinceramente, muy de agradecer.
Aquel día hacía una humedad respetable, las tuberías de los desagües de mis vecinos roncaban con la furia propia de quien sabe que por mucho que chillen nadie le va a meter mano.
Me largué a la calle.
En la calle la humedad era igual de respetable que en mi casa, por ese lado no había ganado gran cosa. La conjunción de calor y humedad hacía que sintieses el deseo de soltar un alarido. En ocasiones sopla un aire que refresca el ambiente, me asomé a la esquina de una calle por la que cuando existe el aire se atreve a pasar.
No era el caso.
Una vagoneta de limpieza del ayuntamiento roncaba como las tuberías de mi casa. El tipo que la conducía en cuanto se le presentaba la ocasión soltaba golpes de claxon como si bramase, le supuse alma de músico frustrado.
O de sicópata en pleno ejercicio de sus funciones.
En aquel momento a mi teléfono móvil se le ocurrió ponerse a pitar.
Era una voz de mujer, o eso me pareció, la que escuché entre la selva de ruidos.
Me metí en una de esas callejas estrechas, oscuras aun a pleno día y silenciosas ya que ni el ruido siente demasiados deseos de circular por allí. La ropa tendida de los balcones te riega con humedades sospechosas de contener bacilos venidos de tierras lejanas que tienen como costumbre volver locos a los médicos que se enfrentan a ellos.
Era la voz de una mujer, efectivamente.
Me gusta que me llamen las mujeres, no siempre me piden dinero.
Me dijo que era Carmen.
No reconocí su voz.
Era la Carmen de Paquete, nunca había escuchado su voz por teléfono.
No quería dinero, quería que supiese que se había encerrado durante días, que había dado largos paseos por la montaña, a solas con sus demonios, que les había combatido, que había tomado decisiones, había vuelto a casa y que ella y Paquete habían hablado como nunca lo habían hecho y estaban seguros de que podían superar a sus demonios y muchas más cosas, esperaban ser felices y los dos me daban las gracias y querían contar con mi amistad.
Aquello estaba bien.
Me hizo feliz
La felicidad es un anestésico de primer orden.
Yo no le pregunté la causa del cambio, la razón por la que había vencido a sus demonios con lo que parecía una relativa facilidad, pero ella me lo dijo.
Su marido ya no era un problema, había muerto de una puñalada en la cárcel. Una de esas peleas carcelarias que nadie sabe como empiezan pero si como acaban, cuando en el suelo queda tendido un cadáver. Para ella había sido un golpe en el primer momento, pero luego había comprendido que aquello podía significar la liberación. Una normalización de su relación con Paquete podía ser posible. Me contó que por muy irracional que pudiese ser la presencia física de su marido, aunque estuviese en la cárcel y entre ellos hubiese desaparecido cualquier posibilidad de mantener una relación marital, le creaba sentimientos de culpa que revertía sobre Paquete.
Ahora se estaba preparando para vivir con él.
Hacía tiempo que habían llegado a la conclusión de que el muro que se interponía entre ellos era su marido, pero nunca habían sabido superar aquella barrera.
Ahora ya no había muro ni necesidad de hacerse daño.
Aquello seguía estando bien.
Los anestésicos los venden en pastillas, gotas, incluso supositorios.
Mientras funcionen que más da.
Carmen me daba las gracias por la ayuda que le había prestado cuando lo necesitó.
De nada, por supuesto. Fue un placer.
Para eso están los amigos.
Teníamos que ir a almorzar los tres para celebrarlo.
Claro, faltaría más, el día que quisieran siempre que no estuviera librando a la humanidad de algún peligroso asesino.
Carmen se rió.
Yo me reí.
En cuanto Carmen colgó llamé a Paquete.
De lo único que no tenía ganas era de reír mientras repiqueteaba en mis oídos el tono de llamada.
-Dime que no ha sido cosa tuya,-le dije en cuanto escuché su voz.
No hizo falta que le contase de que estaba hablando.
-¿Por qué te he de dar explicaciones?,-dijo.
Algo de razón tenía, yo no soy Dios, ni Paquete era mi jodida creación.
-¿Has hecho que le maten?,-me había quedado sin discurso, nada de reflexiones morales, solo me quedaba seguir preguntando.
-En caso de haberlo hecho se lo tenía más que merecido. De cualquier manera Carmen que tiene derecho a preguntar no lo ha hecho y tú que no eres nadie te crees que me puedes juzgar.
-Lo has hecho.
-En ocasiones pienso que si, y en otras, pienso que debería haberlo hecho.
-¿Y eso que demonios quieres decir?.
-Que te vayas a tomar por culo.
-Y colgó.
A los diez minutos mi teléfono móvil sonó de nuevo.
La voz de Paquete sonaba reposada.
-No, no ha sido cosa mía,-dijo.
Y me lo creí.
Y fue un descanso creérmelo.
-Gracias,-le dije a Paquete.







CAPITULO VEINTIUNO

Aquel día estaba sentado frente a mi mesa del locutorio, esperaba a que alguien me contara que su marido era un cabrón que se beneficiaba a su secretaria, o que el perro de su vecino se cagaba cada día en la puerta de su piso y quería estar segura antes de denunciarlo.
Le dije a Lena que salía un momento a comprar empanadas argentinas y que regresaba en quince minutos, que si alguien preguntaba por mi le podía decir que esperase.
Lo de las empanadas argentinas era cierto, se las compro a menudo a un chaval del vecindario que las hace de vicio, y nos las comemos con Lena.
El chaval argentino me contó que las hace con la receta de la abuela.
Lena dice que es posible.
Cuando regresé alguien estaba sentado al lado de mi mesa.
-Me ha dicho que te esperaba, que no tenía prisa,-me dijo Lena moviendo la cabeza en dirección a la espalda de la mujer que se sentaba junto a mi mesa.
Tenía unos hombros anchos, delgados y bronceados, y los mantenía firmes mientras me acercaba. Si estaba escuchando mis pasos no lo demostraba.
Cuando dije: -buenos días, soy Atila.
Ella respondió: -ya sé quien eres, por eso estoy aquí.
Sara sonreía levemente, seguía sentada y me miraba sin parpadear.
-Eres un cabronazo, detective,-dijo sin dejar de sonreír. En todo caso le dio una vuelta de tuerca más a la levedad de su sonrisa.
Podía decirle que más de una noche me había acordado de su cuerpo desnudo antes de que me escupiese en la cara.
Ella me miraba fijo sin acabar de borrar la media sonrisa de su rostro.
Tal vez estaba apuntando.
Una sonrisa no garantiza que no te vayan a escupir.
Entre sus manos apareció un paquete envuelto en papel de regalo del Corte Ingles.
Me dijo:-esto es para ti, para cancelar una deuda.
Pensé si sería una serpiente.
Lo abrí. No era una serpiente, pero casi acierto.
Un cinturón de piel de serpiente.
Tuve que reprimir una carcajada.
-Si el tuyo se lo quedo aquel malnacido atado a sus pies, este te ira bien.
-En realidad le atonté de una patada y me largué sin atarle los pies con mi cinturón.
-¡Oh!, dijo Sara poniendo cara de falsa desilusión.
-Pero me hacía falta muchas gracias.
-Me alegro, ahora espero tus disculpas.
-No puedo, es mi trabajo.
-¿Ni se te ocurre nada agradable que me haga sentir mejor?.
-Vestida estás preciosa, Sara. Aquel día estaba más atento al desgraciado que dormía en el suelo y a que no le rompieras la cabeza con aquella piedra, no te pude admirar con detenimiento.
-Yo hubiese jurado que si que lo hacías.
Me encogí de hombros, soy un tipo duro, no lo olviden.
-Lamento lo de tu divorcio, imagino que la cosa acabó así.
-Imaginas mal.
-Yo le entregué a tu marido un informe completo y no ahorré ninguna de las fotografías que tomé, se lo dí en mano.
-Justo en el momento en que te pagó, supongo.
-Justo en ese momento, al estilo Judas.
-Imagino.
-Vivo de la maldad de todos nosotros, ya sabes.
-Pues así y todo no ha habido divorcio, llegamos a un acuerdo amistoso: yo hago lo que me da la gana con la mayor discreción posible y el se conforma. En el trato entra también mi promesa de levantarle el ayuno sexual al que le tenía sometido desde el día que descubrí su afición a frecuentar una conocida casa de putas.
-Buen acuerdo.
-¿En ningún momento dudaste en entregarle el informe a mi marido?.
-No, aunque es cierto que tuve dudas.
-Cuéntamelo.
-Hubo un momento que pensé que lo mejor sería seguir filmando mientras aquel tipo te violaba y comercializar la cinta asociándome con tu marido.
-Eres un perfecto hijo de puta.
Me encogí de hombros de nuevo, si aquello seguí así acabaría doliéndome la espalda.
-No te creo, Atila.
-Puedes creerme, al menos en parte. Mi instinto de supervivencia me decía que procurase no hacer ruido y dejar que la vida continuase a lo suyo. Pero lo que estaba a punto de suceder me asquea profundamente. Los tipos como aquel me asquean profundamente aunque estén tomando un batido en el bar de una residencia de ancianos. Lo que tú y tu amigo hacíais en el coche no era merecedor de lo que os esperaba, cada uno hace el amor con quien le da la gana. Tienes que ser el mismísimo demonio para merecer que te hagan una barbaridad como la que aquel fulano os podía hacer, y tú tienes cara de ángel, así que mandé a paseo a mi instinto de supervivencia y vine a echaros una mano. Además no estaba nada seguro de lo que podía pasar, esos fulanos son imprevisibles. ¿Le hizo mucho daño a tu acompañante?.
Entonces fue Sara quien se encogió de hombros, -no, no mucho, aunque él decía que si.
-Me alegro, estamos todos sanos y salvos, una maravilla.
-¿Qué voy a hacer contigo, Atila?.
-¿Por qué no empiezas por contarme que haces sentada en esta silla?.
-Tenía una enorme curiosidad por conocer al hijo de puta que casi crea un problema en mi matrimonio. Y una curiosidad aun mayor por conocer al hombre que, en el mejor de los casos, me salvó de pasar un rato horrible en manos de aquel sujeto.
-Ya veo.
-Y de paso quería saldar la deuda que tengo contigo.
-De nuevo gracias por el cinturón.
-Yo creo que lo que hiciste vale más que un cinturón.
-No me debes nada, tu marido pagó lo estipulado.
-Está muy bien que no quieras dinero, pero ¿aceptarías que te invitase a almorzar?.
Miré a Sara, de verdad que vestida estaba preciosa.
Tanto como desnuda.
Lo que estaba a punto de hacer estaba muy mal, iba en contra de cualquier norma deontológica que afecte a mi oficio.
Le dije que me encantaría que me invitase.
La deontología y yo mantenemos una relación que en el mejor de los casos cabría definir como escasamente vinculante.
¿Se dan cuenta?. Este oficio mío es una maravilla, creo que lo he repetido en varias ocasiones a lo largo de este relato. Y si les he dicho lo contrario es que Sara aun no estaba sentada en aquella silla.
Mi ángel de la guarda se estaba escoñando de risa apoyado en la barra del bar de la esquina, probablemente se emborracharía como un demente para celebrar mi falta de seriedad.
Le encanta ese bar, está lleno de tipos como él, les estaría contando toda la historia.
Al pasar frente a su mostrador Lena me guiñó un ojo mientras movía la cabeza en un gesto de desaprobación. Una muestra fehaciente de que las mujeres son capaces de hacer dos cosas al mismo tiempo. Y probablemente de pensar tres.
En cuanto salimos Sara se colgó de mi brazo, yo miré alrededor por si nos seguía algún hijo de puta contratado por su marido.
-¡Ay Atila, que le vamos a hacer, me gustan los tipos a los que no puedes presentar a mamá!,-me dijo Sara acercando su boca a mi oído.
-Es una lastima, Sara, estaba deseando conocer a tu mamá.
-Sabes, le prometí a mi marido que nunca más haría el amor con alguien, que no fuese él dentro del Volvo.
-Es una sabia decisión, Sara.
Seguimos andando, supuse que ella sabía hacia adonde.











AGRADECIMIENTOS.

Cualquier gran autor acostumbra a terminar sus libros con una insólita, por extensa, lista de agradecimientos. Probablemente por eso son grandes autores y escriben Best Sellers. Quedo pues apenado al no ocurrírseme a quien (sin cuyo concurso esta obra no hubiese visto la luz) le debo agradecer que esta novela tenga un inicio, una trama y un final, ya que la he escrito yo mientras el resto del mundo se dedicaba a sus menesteres, como por otra parte, debe ser.
Gracias, sin embargo, a todos aquellos que la habéis leído.
Y a mis padres ya que, por mucho que no pensasen en ello, sin su colaboración no estaríamos en este mundo, ni mi novela ni yo.
Y a mis editores.
Y a mi agente.
Y a Lars Larson Larsonson (que no tengo ni puta idea de quien pueda ser)
Y a… joder, ya empezamos.
Gracias a todos.
Portaros bien.














UN RECONOCIMIENTO ESPECIAL.-
Para Misha Glenny, autor de Mcmafia, libro del cual he aprendido un mundo acerca de mafias y del que he obtenido informaciones que me han ayudado a escribir esta novela.
Gracias Misha, en el improbable caso de que algún día nos encontremos será un placer invitarte a almorzar. Y evidentemente regalarte un ejemplar.
Thank you, folk.