martes, 11 de abril de 2017

CAPÍTULO NOVENO DE "UNA CIUDAD CON QUINIENTAS MAFIAS"

CAPITULO NOVENO


Paquete y yo nos internamos en la noche del Raval.
La noche del Raval, en según que calles, se te mete en el alma y sientes deseos de remeter las manos en los bolsillos, agachar la cabeza y andar deprisa hacia lugares menos ominosos, escapar de esas calles donde la oscuridad les roba, sin el menor esfuerzo, la belleza nostálgica que lucen de día.
Pero Paquete parecía inmune a según que intimidaciones y seguía hablando.
¿Quieres saber lo que decimos en el cuerpo respecto a que cualidades debe tener un policía sobre todas las cosas?.
-Claro, como no, aun me queda espacio para ampliar horizontes.
-Toma nota: “Vista larga para verlos desde lejos, pasos cortos para ver si antes de llegar se matan entre si y así te libras de intervenir, y mala leche para dar una hostia antes que te la den a ti”.
Sonreí.
Poco, pero sonreí.
Entiéndanme, la parrafada de Paquete me había hecho gracia, pero con esa clase de fulanos tienes que medir hasta las sonrisas.
Deje que Paquete siguiera hablando.
Nos quedaban aun muchas mafias por repasar.
A Paquete ya no hacía falta pedirle que hablara, estaba enchufado.
-Tenemos la rusa, la china, la de la antigua Yugoslavia y cualquier otra que se te ocurra, -dijo Paquete mientras miraba a un tipo que pateaba una persiana metálica acribillada con grafitos de colores, y gritaba que tenía hambre, que no había comido suficiente. La puerta pertenecía a una asociación benéfica que facilitaba comida a indigentes y a sin techo. Un cartel informaba que hacía más de una hora que había terminado su horario de servicio.
-Abre la puta puerta, me cago en Dios, te crees que con esa mierda que me habéis dado de comer tengo suficiente. Ya hace más de tres horas que no como, joder, que ya me he cagado en todos vosotros y en vuestros muertos, panda de cabrones.
El hombre tendría alrededor de sesenta años, o quizás cuarenta y se había dado mucha prisa por ir quemando etapas hacia la destrucción. Todas y cada una de las prendas que cubrían su cuerpo estaban arrugadas como si durmiese con ellas puestas, -probablemente lo hacía-. Bajo una melena de color gris que le llegaba hasta los hombros tenía los ojos inyectados en sangre y lanzaba furiosas miradas a su alrededor buscando alguien que le ayudara a patear la puerta y se uniera a sus gritos. Estábamos en la calle Robadors, entre putas y sus potenciales clientes que acababan de convertirse en espectadores del espectáculo gratuito que ofrecía aquel hombre.
El tipo que tenía hambre, y se había enfadado con la puerta grafiteada, había reunido a un buen número de personas, aunque ninguna de ellas parecía demasiado dispuesta a unirse a sus protestas, más bien daban un paso atrás para evitar ser victimas de la furia del hombre, quien a juzgar por las miradas que le dirigían los espectadores, era allí tan apreciado como un fiscal en una cárcel de máxima seguridad.
Un chaval, que al empezar los gritos, estaba observando la puerta pintarrajeada por si aun quedaba un espacio libre y podía desenfundar el spray, se había arrinconado voluntariamente en un portal que tenía la puerta abierta y meditaba acerca de la falta de respeto que la sociedad muestra con el espíritu artístico.
Si Van Gogh levantara la cabeza podrían intercambiar información.
Y ahora que lo pensaba… ¿que no hubiese hecho Van Gogh con un juego de sprays?.
El tipo que gritaba miró a su alrededor y comprobó que aquella cruzada la iba a tener que luchar en solitario o retirarse a sus cuarteles de invierno. Lanzó una nueva patada a la puerta tratando de hundirla con la planta del pie en alto y la reacción al impulso exagerado unido a un equilibrio precario le lanzó contra nosotros.
Olía a coñac barato y a orines.
-¿Te has meado encima, verdad basura?,-le preguntó con dulzura Paquete.
El hombre dio un paso atrás y clavó la mirada en el suelo.
Paquete le dio la espalda y empezó a andar.
Yo no, no le doy la espalda a nadie a quien haya insultado o maltratado, soy demasiado cobarde para pegar a alguien y ofrecerle la espalda. Prefiero verle venir de cara.
El cuchillo que sacó el borracho probablemente provenía del comedor de beneficencia, pero lo había afilado y convertido en un arma que bien usada podía ser mortal. Son las cosas que se aprenden en la trena y aquel fulano debía ser cliente habitual. Lo cogió por el mango, en la posición de clavar y rasgar y se dirigió a la espalda de Paquete.
Yo había quedado dos pasos rezagado respecto al policía. Cuando aquel elemento me adelantó, y antes de que llegase a clavarle el cuchillo, tuve tiempo de agarrarle por la melena y tirar de ella para hacerle perder el equilibrio. La grasa y la suciedad del pelo provocó que mi mano resbalara y a punto estuve de fracasar en mi intento de frenarle.
El cuchillo emitió una corta melodía al rebotar en el suelo. La gente que antes miraba al borracho mientras pateaba la persiana metálica ahora nos miraba al borracho y a mí. El borracho gemía y sangraba por un corte en la ceja que se había hecho al golpear la cara contra el pavimento.
Paquete se acercó y dijo sin mirar a nadie en particular: -tengo que acostumbrarme, ya no llevo el uniforme y gilipollas como este se creen con licencia para matarme - luego se agachó al lado del borracho y le propinó una patada en la cara. No demasiado fuerte, pero también empezó a sangrar por la boca.
La gente seguía mirando.
Para ver a Clint Eastwood te hacían pagar y aquella la daban gratis.
Se escucharon unos aplausos, tímidos.
Ningún abucheo, ganábamos por goleada.
Los abucheos probablemente hubiesen sustituido a los aplausos en caso de que Paquete llevase uniforme, por la calle Robadors el aprecio por la policía no es precisamente el sentimiento que se lleva con mayor intensidad.
Una puta empujó a un tipo, que trataba de sacarle partido al lío metiéndole mano, y dijo algo que ponía en duda la honorabilidad de su madre.
El artista del spray se rascaba la entrepierna con dedicación. Aquello no había dios que lo pintase a spray, y los pinceles no se le acababan de dar bien. En realidad el chaval suspendía la asignatura de dibujo un curso detrás de otro.
Por la otra punta de la calle Robadors se acercaban sin excesiva prisa dos Mossos de Escuadra.
Paquete recogió el cuchillo me miró y dijo:,-ahora regreso, si esta basura intenta moverse del suelo, le pateas los riñones. Se dirigió en línea recta a los policías que se acercaban, sacó el billetero del bolsillo trasero del pantalón, lo abrió y se lo enseñó a los Mossos. Con una farola cerca se hubiese visto relucir la placa del cuerpo de policía.
Se pararon los tres y mantuvieron una breve conversación de no más de cuatro minutos. Paquete, sin girar el cuerpo, señalaba por encima de su hombro en nuestra dirección y los Mossos asentían.
El borracho al ver como se encapotaba el cielo sacó el manual de buenas maneras y me dijo:-Me duele mucho colega, deja que vaya a que me curen.
-Si tratas de levantarte te patearé el culo, así que tranquilito, no me gusta la gente que juega con cuchillos afilados.
El Mosso de Escuadra que acababa de llegar me dijo:-ya se puede marchar, no se preocupe, nosotros nos hacemos cargo.
Cuando me marchaba, el borracho me llamó: -me acabo de follar a tu madre, capitalista de mierda.
-Márchese, -repitió el Mosso.
-Por el culo,-apostilló el tipo sin intentar levantarse.
El otro Mosso sacó las esposas y se acercó al borracho que murmuraba acerca del culo de la madre de todos nosotros. Casi sin moverse le plantó el pie sobre la mano al tipo que se creía con el derecho de usufructuar el culo de la madre de todos los capitalistas de mierda.
El borracho aulló de dolor. El pie del Mosso visto desde una prudente distancia debía ser un cuarenta y seis y soportaba como ochenta kilos de peso.
Eso duele.
La gente seguía mirando.
Una mujer de apariencia gastada se recostó en la pared, encendió un cigarrillo que acababa de gorrear de uno de los curiosos, miró al tipo al que estaban esposando y murmuró:-que te jodan hijo de puta.
Parecía hablar con conocimiento de causa.
Tal vez era la que había aplaudido antes.
O su esposa.
Algo me molestaba en la mano: tenía un colgajo de pelo sucio pegado a ella, sacudí la mano con fuerza hasta que se desprendió.
En cuanto pudiese me lavaría.
Al tipo era probable que le quedase una clapa.
Me encogí de hombros, que fuera por lo de mi madre.
Paquete se acercó, traía la palabra “gracias” cosida a la boca, pero debía haberla cosido con demasiada fuerza ya que no se le soltaba.
-¿En que mafia estábamos?,-preguntó.
Me encogí de hombros.
-Los rusos,-dijo, luego se quedó mirando al suelo y cambió el discurso.
-Son veinte años en el cuerpo y aquel uniforme se te queda pegado a la piel, tengo que acostumbrarme a no dar la espalda a los mal nacidos como el que acabamos de conocer, son basura pero pueden resultar peligrosos. Tengo que acostumbrarme a no dar la espalda a la gente, ahora no soy más que un fulano con una cazadora deportiva. A un policía antes de apuñalarle por la espalda te lo piensas dos veces. En fin, los rusos, pero es mejor que vayamos a algún local elegante a tomar una copa y te lo contaré allí, la amiga que espero encontrar estará allí.
El local elegante se llamaba “El Miedo”.
Hay gente con gracia para bautizar locales.
Cuanto más elegante el local más se esmeran buscándole un nombre apropiado.
De una boca de alcantarilla salía ruido y un vaho húmedo. Tal vez allí debajo había una discoteca de ratas, no estábamos muy lejos del Mercado de la Boquería, en esa zona las ratas están muy bien alimentadas, son gordas y lustrosas. No existe el peligro de que, como sucede en New York, donde la gente, al regreso de sus vacaciones en Florida suelta las crías de caimanes en el alcantarillado público, estos se reproduzcan y lleguen a representar un peligro. Aquí no existe ese riesgo, las ratas de la Boquería se los comerían.
La puerta de “El Miedo” no desmerecería a la de un club privado de cualquier calle digna y respetable de una ciudad respetable y digna, como la nuestra pongamos por caso. Para entrar se debía llamar a un timbre rojo hundido en un alveolo circular, al lado lucía una placa con los diez primeros números, un botón verde y otro rojo. Paquete marcó cuatro números y el botón verde.
Me pregunté que utilidad tendría el timbre rojo.
Paquete, sin necesidad de preguntarlo, dijo:-el timbre es para los que no son socios, alguien viene a abrir y decide si te deja entrar, poniendo el código no es necesario..
La puerta se abrió con un leve zumbido.
Tal vez si pulsabas el botón verde y no dabas con el código correcto, la misma puerta te gaseaba.
Nunca juegues con la tecnología.
Entramos, el local olía a avaricia y a pasiones desmesuradas, a lágrimas derramadas inútilmente y a lamentos que nadie se ha tomado la molestia de escuchar. Paquete me miró de una forma curiosa, se rascó la frente con la punta del dedo índice, se mordisqueó el labio inferior morosamente y finalmente dijo: -Si aquí dentro alguien intenta joderte te sacaré del apuro, te debo una, aunque por lo que he visto antes te defiendes bastante bien solo.
El cabrón lo había conseguido, me lo había agradecido sin darme las gracias.
La clientela del local se adaptaba bien a la categoría de escoria a juzgar por la forma en que te miraban simulando que no lo hacían. Simplemente con un vistazo rápido pude comprobar algo que siempre me hace pensar: la belleza hace soñar a las mujeres y esos sueños las convierten en bellas y deseables, las mujeres de aquel local serían escoria, pero una escoria bella. A los hombres la belleza nos obliga a desear, muchas veces sin esperanza, y eso nos afea, los hombres de aquel local eran escoria, simplemente eso. Toda la capacidad de generar deseo se la habían quedado ellas.
Ni ellos ni ellas pertenecían a la clase de escoria que acaba en la cárcel.
En cuestión de escoria hay clases, colores, grados, precios y hasta variedades exóticas.
Aquella era de la variedad “respetable escoria ciudadana”
El camarero que presidía la barra iluminada como un jukebox de los años sesenta era la nota discordante, se trataba de un efebo homosexual, de elegancia caprichosa. Su apariencia era la de acabar de estrenar la mayoría de edad y mostraba los modales dignos del encargado de bar de un hotel de cinco estrellas. Cuando vio a Paquete le saludó con un ligero movimiento de cabeza y sin pronunciar palabra le puso delante un vaso con algo parecido a lo que habíamos tomado en el antro donde nos conocimos, luego me miró hizo revolotear graciosamente las pestañas cargadas de rimel y preguntó. -¿El señor?.
-Whisky, -le dije.
Asintió con un movimiento elegante y se deslizó hacia la estantería, se movía dando la impresión que el suelo que pisaba era hielo sobre el que podía patinar gracilmente. Cogió una botella de Canadian Club, me la enseñó y esperó que asintiera, cuando lo hice me sirvió.
-¿Qué hace en este local un chaval como ese?.
-Ese chaval tan encantador, es el “Ama dómina” más cabrona que te puedas imaginar, le gusta hacer daño y si le pagan aun le gusta más, no te dejes engañar por las apariencias. Ven, vamos a aquella mesa, -me señaló una mesa vacía en una zona de penumbra-, y te contaré acerca de los rusos, de los chinos y de la madre que los ha parido a todos ellos.
-¿Aun tienes ganas de hablar, no está la amiga a quien querías ver?.
-Si, si está, ya vendrá ella.
Me encogí de hombros. Es un gesto que no compromete ni satisface, se hace para justificarte ante ti mismo, el momento para hacerlo parecía adecuado.
Antes de que yo acabara de sentarme Paquete ya estaba hablando.
-Los rusos son unos fantásticos generadores de mafias. En nuestro país parece que la más arraigada es la Tambovskaya. Sus jefes los “vor v zakone” acostumbran a fijar su residencia en lugares lujosos, la Costa Brava, la Costa del Sol, Baleares, sitios donde gozan de sol y comodidades, la sordidez no les interesan. Al Raval si vienen es a trabajar, luego se largan, aunque normalmente quien viene es la clase de tropa.
Mientras Paquete comenzaba su explicación di una ojeada al local. Mis ojos se habían acostumbrado a la semipenumbra en la que estaban sumergidas todas las mesas y podía distinguir detalles que al entrar me resultaron poco evidentes. Había rincones oscuros ideales para llevar a cabo oscuras actividades, aunque no fue ese detalle lo que más me llamó la atención. Desde más de una mesa capté la atención que mostraban hacia mí sus ocupantes. Se lo dije a Paquete.
-Te están valorando, -respondió.
Hice un gesto de incomprensión.
-Tratan de adivinar el daño que les puedes hacer o el que te pueden hacer ellos a ti, quieren saber si puedes ser dueño de su dolor o ellos del tuyo.
-¿A que viene aquí la gente?.
-A sufrir, aquí todo el mundo viene a por su ración de dolor, de una manera o de otra, todos vienen a eso.
-¿Sadomasoquismo?.
-No necesariamente, para mucha de esa gente el dolor físico es vulgar, no es eso lo que desean, otros si pero este no es un antro donde se practique sexo enfermizo. Pero, tal como te he dicho, todos recibimos nuestra ración de dolor, nosotros somos los enfermos. Si vinieses habitualmente por aquí tú también tendrías tu ración, el dolor crea habito tal como puede hacerlo la heroína, el alcohol o el tabaco, cada uno el grado de dolor que necesita o es capaz de soportar. Somos una panda de gente herida por la vida y no hemos encontrado mejor lugar para reunirnos que este, probablemente el dueño lo abrió con la intención de que fuese un lugar convencional, pero los lugares los hace la gente que los frecuenta. Ya sabes que cuando mucha gente herida se reúne el único remedio que encuentra para sus males es seguir hiriéndose. Unos encuentran alivio al recibir dolor, otros en proporcionarlo, otros de ninguna de las dos maneras, o de las dos. Vete a saber, la cuestión es que este es nuestro lugar de encuentro.
-¿Cual es la tu ración de dolor?.
Paquete dudó antes de contestar.
-La mía es una mujer. Ya me ha visto, pronto vendrá, tratará de seducirte a ti y hacerme sufrir a mí.
-¿Es eso lo que quieres?.
-No, yo la quiero a ella.
-Y no la tienes.
-Nunca del todo. En ocasiones se me entrega, pero es solo para tenerme a su disposición cuando quiere hacerme sufrir.
-¿Has hablado con ella?.
-Nosotros, ahora, apenas hablamos, solo nos hacemos daño.
-¿Tú también le haces daño?.
-Yo se lo hice, metí a su hombre en la cárcel, todavía está allí y le queda una buena temporada.
-¿Se lo merecía?.
-Es un asesino, claro que se lo merecía. Más pronto o más tarde saldrá y vendrá a por mí, tal vez entonces arreglemos este asunto de una vez. Tendrá que escoger.
-¿No lo ha hecho?.
-Si, me ha escogido a mí. Sabe que su marido es un asesino, que si vuelve con él sufrirá de nuevo lo que ya sufrió.
-¿Pues cual es el problema?.
-No sé, el ser humano es extraño. Tal vez tenía la esperanza de solucionar el problema por sus propios medios, de tomar ella la decisión que la liberara y no me perdona que fuese yo quien la liberase. O quizás no me perdona que en lugar de meter en la cárcel a su marido no le matase. Mira, ya viene.
Miré en la dirección que, con un movimiento breve de cabeza, me indicaba el ex policía. Una mujer se acercaba lentamente en dirección a nuestra mesa.
La observé venir, debía rondar los cuarenta años, mostraba unas formas rotundas en un cuerpo que el tiempo aun no había conseguido vencer. Se paró frente a nuestra mesa, me miró con ligereza estudiada y sin dejar de hacerlo se dirigió a Paquete.
-Pensé que hoy no vendrías, lo haces sin avisarme y además acompañado, ¿no me vas a presentar a tu amigo?.
-Claro, como no, se llama Atila, me acaba de salvar la vida.
-Encantada Atila, yo me llamo Carmen, como la de la Opera. Así que le has salvado la vida a Paquete y él te trae aquí como muestra de agradecimiento. Su forma de mostrar agradecimiento es un tanto peculiar, si le conoces ya lo debes saber, y si no es así ya lo iras viendo.
Paquete miraba a la mujer haciendo esfuerzos para no interrumpirla. Ella aun no le había mirado, lo hizo brevemente para preguntar: -¿te importa que me siente con vosotros?.
-Siempre eres bienvenida, Carmen.
La mujer sonrió brevemente, se sentó al lado de Paquete y pareció olvidarle, toda su atención iba dirigida a mí. Era una situación absurda de tan evidente: yo era el arma que Carmen empuñaba para herir a Paquete. Si en alguna ocasión a lo largo de mi vida he sentido deseos de levantarme de una mesa y salir huyendo fue aquella noche en aquel antro. Un hombre es incapaz de llegar al nivel de corporativismo que muestra la menos corporativa de las mujeres. Por si fuera poco, en mi caso particular, padezco frecuentes ataques de humanofóbia que me hacen aun menos proclive a sentirme hermanado con los de mi genero. Pero así y todo aquella escena iba camino de tomar un sesgo que me disgustaba profundamente. Mi sentimiento oscilaba entre la incomodidad de ayudar a una mujer a herir a un hombre y la atracción que cualquier hombre siente hacia cualquier mujer, especialmente si ella se le ofrece, las valoraciones acerca de belleza, conveniencia, necesidad y deseo vienen a continuación de esa atracción instintiva. Aquella mujer desprendía una sensualidad que se te pegaba a la piel como un perfume pesado, exageradamente denso, lo que hacía aun más difícil no pensar en la posibilidad de poseerla mientras Paquete nos cuidaba las copas. Si aquella sensualidad estaba exacerbada por le dolor, tal como había dado a entender Paquete, comenzaba a comprender a aquella gente. Al menos durante un rato tus problemas, tu dolor, quedaría diluido en la locura de la posesión.
Junto a la sensualidad de Carmen, en el mismo envoltorio, iba un poso de amargura y tristeza, residentes en el fondo de su alma, que te hacía desear cuidarla mientras te clavaba las uñas en la espalda y te hacía sangrar sin dejar de mirarte a los ojos.
Me sonrió con falso recato, sus ojos decía que tenía mucho dolor para compartir y que estaba dispuesta a hacerlo, que mientras la ayudara a sobrellevarlo podría hacer con ella lo que quisiera. Un beso tierno, un azote, un desprecio cruel, una caricia intima, cualquier cosa mientras fuese para ella.
-¿Y tú que haces, Atila, has venido ha darte un baño de exotismo?.
-Es detective privado, necesita información -dijo Paquete confirmando algo que resultaba innecesario.
-¡Oh Dios, que interesante!, dijo Carmen sin dignarse mirar a Paquete quien curvaba los labios en un remedo de sonrisa que me hizo pensar que lo mejor sería no hacerle sonreír abiertamente.
-Si, necesito información,-dije por decir algo, cada vez más interesado en largarme.
-Debes tener una vida apasionante y muchas cosas para contar, pienso que hasta podríamos colaborar, quiero decir intercambiar experiencias para ampliar nuestro conocimiento del ser humano. Yo soy siquiatra.
Yo había descartado puta de alto standing, demasiado atormentada. Iba camino de descartar periodista del corazón, demasiado orgullosa a juzgar por su relación con Paquete. Tampoco la veía como medico o enfermera, con sus tendencias sería el marido quien estaría esperando que ella saliera de la cárcel. Tampoco la veía como secretaria de dirección, sus ganas de agradar no tenían que ver con el acatamiento a una jerarquía superior. Pero hasta llegar a siquiatra hubiese pasado mucho tiempo adjudicándole a Carmen modos de ganarse la vida.
-No es tan distinto, -dijo Paquete sin dejar de curvar los labios de aquella manera tan peculiar,-los dos conocéis gente que acaba en la cárcel acusado de asesinato. Claro que esto a mi también me pasa.
La expresión de Carmen osciló entre un dolor rayano en la desesperación y un desprecio de profundidad insondable y por primera vez sus ojos se dirigieron a Paquete. La mirada iba impregnada de una mezcla de sentimientos difíciles de interpretar, había en aquella mirada odio, aunque quizás también amor y con absoluta seguridad necesidad.
No me pregunten que era, lo que con exactitud necesitaba aquella pareja, el ser humano necesita tantas cosas y tan dispares que era difícil adivinarlo. Aunque si de una cosa estaba seguro era de que aquellos dos sabían como hacerse daño.
Aunque empezaba a sospechar que difícilmente podrían pasar el uno sin el otro.
Les miré. Salir de aquella mesa sin heridas iba a resultar tan sencillo como conservar bolas de nieve en un horno crematorio.
Quise cambiar el sesgo de la conversación.
-¿Siempre está así de animado el local?.
-Casi siempre, si quieres te lo puedo enseñar todo, tiene rincones interesantes, -la mujer hizo amago de levantarse.
-Déjalo Carmen, Atila ya se iba, -en el tono amenazante del ex policía iba implícito un ruego que no podía dejar de apreciar.
-Deja que decida él, -Carmen enfrentaba su dolor con el mismo ruego que lo hacía él.
Yo hacía ya un buen rato que había decidido.
-Gracias Carmen, estoy seguro que sería una visita interesante, pero Paquete tiene razón, no quiero llegar tarde a casa, hace un momento se lo estaba contando.
-Pasa a buscarme mañana por el mismo sitio de hoy, continuaremos con eso que te interesa, -dijo Paquete sin dejar de mirar a la mujer que no apartaba sus ojos de mí. Con aquella escena, hubo un tiempo en que algún director italiano cubriría media hora de película. Aquellas eran películas cómodas, podías echar una siesta y no perderte apenas argumento.
Cuando me levanté Carmen reposaba las dos manos sobre la mesa como si estuviese a punto de iniciar una sesión de espiritismo. Ahora si que miraba fijamente a Paquete. Lo último que recuerdo de aquel mal trago es la voz de Carmen: -espero verte pronto Atila.
Seguía mirando a Paquete, cuando lo dijo.
Cuando salí a la calle tragué tanto aire como me fue posible y luego lo exhalé despacio procurando que ni una sola gota del que había respirado en “El dolor” quedara dentro de mis pulmones.
De la boca de la alcantarilla, que cubría la discoteca de ratas, seguía saliendo la leve humareda de antes, sin embargo el ruido llegaba más atenuado. Quizás, a partir de determinada hora, cesaba la música para no turbar el ruido de los vecinos y solo se fumaba crack y se apostaba ilegalmente.
Necesitaba andar un buen rato para desentumecer el alma. Anduve por callejones estrechos, húmedos y poco transitados, a aquellas horas, hasta salir a la Ronda Sant Antoni, allí putas gastadas llegadas de países tan gastados como ellas mismas paseaban su miseria tratando de intuir la necesidad de los caminantes masculinos. Caminé en dirección al Paralel sin hacer caso de las diversas declaraciones de amor que iba recolectando.
En el cruce de Ronda Sant Antoni y Marques de Campo Sagrado hay uno de esos habituales parterres ciudadanos en el que subsisten, cubriendo todos los grados de salud, plantas ornamentales, junto a ellas el Ayuntamiento había plantado dos bancos de madera. En uno de los bancos dormitaba una mujer blanca, joven y de aspecto desastrado, a su lado descansaba el típico hatillo de objetos propios de los sin techo. Un negro muy alto y delgado recorría a pasos tranquilos la periferia del parterre, observándolo con atención, en ocasiones agachándose levemente para echar un vistazo cuidadoso a la rala frondosidad. Tuve la sensación de que allí se estaba produciendo un suceso, si más no, curioso, en caso contrario el tipo sufría de morriña por la selva. Me senté en el banco que quedaba libre y sin dejar de observar procuré que mi atención no se hiciera ofensiva, no quería que se sintieran incómodos, entre otras cosas para que no dejara de hacer lo que estaba haciendo. El negro parecía buen chaval y aparentemente le daba lo mismo que le mirase o que me marcara unos pasos de baile. La chica dormía sin meterse con nadie, así que ya me ven de madrugada haciendo compañía a un negro alto y delgado agachado junto a una mierda de parterre y a una colgada que dormía en los bancos de madera.
Lo de la chica parecía claro, por su aspecto había descartado que fuese una rica heredera de costumbres exóticas. Lo que me excitaba la curiosidad era el comportamiento del negro, en caso de tratarse de una danza ritual de la liturgia yoruba sería la primera vez que tenía ocasión de observarla.
Pasaron tres, tal vez cuatro minutos hasta que se desveló el misterio: el hombre negro se paró, levemente agachado frente al parterre y bisbiseó un mensaje en una lengua extraña para mi. Al cabo de pocos segundos aparecieron dos gallinas, pequeñas y con el plumaje estropeado. El hombre cabeceó asintiendo y se acercó al banco donde la mujer dormitaba, le susurró algo al oído, ella asintió sin levantar la cabeza y el hombre se dispuso a pasear de nuevo frente al parterre. Ahora que ya tenía el misterio ubicado no me costó ver el movimiento de las dos gallinas picoteando por dentro del parterre, apenas una oscilación de las plantas .
Aquel tipo tal vez fuese nigeriano, pero sin la menor duda no era ni un Guy y mucho menos un Oga. Él pastoreaba sus dos gallinas en el centro de la ciudad. Probablemente era toda la fortuna que, junto al atillo que guardaba la mujer, poseía. Por muy curioso e increíble que fuera la escena, la ciudad me acababa de mostrar que aun quedaba espacio para convivir con las viejas costumbres y que si le echas imaginación a la vida puedes sobrevivir hasta en el infierno.
Todo es cuestión de romper barreras.
Y que no te pillen.
Traté de imaginar la cara del alcalde delante de aquella escena.
No pude.
Y eso que lo intenté en varias ocasiones mientras caminaba en dirección a casa.
Lo que si se me ocurrió fue una idea para trasladarle al alcalde: con un poco de imaginación se podría promocionar entre el turismo la selva de Barcelona. De acuerdo, el parterre, por su tamaño no llegaba ni a selva bonsai, pero tenía vegetación, negro, y animales más o menos salvajes.
Y en Barcelona parterres como aquel hay muchos, en cualquier momento se podría acometer una ampliación, materia prima para ello tenemos.
No sentía el menor deseo de entrar en mi casa, tomarme un whisky y meterme en la cama fría esperando a que el sueño me venciera. Me convenía un cuerpo caliente a mi lado.
Y no me gustan las putas, conozco a demasiadas.
Nunca me han proporcionado el menor consuelo. Tienen el coño tan frío como las sabanas de un esquimal y tanta mierda en el cerebro que es mejor mantenerse a suficiente distancia para no olerlo.
No podía quitarme a Carmen de la cabeza.
Aquella noche necesitaba a una Carmen.
Tal vez al llegar a casa encontrase en mi agenda la solución a mis problemas. En ocasiones una ronda de llamadas telefónicas...
En mi agenda hay mujeres que cuando se emborrachan me consideran un tipo atractivo.
En ocasiones ni siquiera es necesario gastar demasiado licor.
Mire el reloj, demasiado tarde para la solución de la agenda.
Imagino que alguien pensará que lo que me conviene es casarme.
Pero eso ya lo hice, seguí un procedimiento de lo más convencional para hacerlo. Conocí a una mujer, en un momento de descuido me enamoré y al momento siguiente estaba casado. Poco tiempo después tenía una sentencia de divorcio y la obligación de mantener a una mujer que me importa un carajo. También tenía el convencimiento de que una noche con los pies fríos en una cama desierta no era lo peor que me podía pasar.
Pero cuando llega la cuestión es francamente incómodo.
Aquella noche necesitaba poner una Carmen en mi cama.
El bailongo al que me dirigí, una discoteca de veteranos, estaba lleno de Carmenes. Parado en la puerta me pregunté ¿por qué?.
Ni yo mismo sabía lo que preguntaba.
No necesitaba una pregunta, cualquier pregunta era innecesaria.
Necesitaba una respuesta.
La respuesta me la dio la sonrisa voluntariosa de una rubia sentada en la barra. Parecía tan desesperada como yo, acababa de rechazar las proposiciones de un tipo guapo mucho más joven que ella, quien se alejaba sin entender la razón por la que le había rechazado, sin darse cuenta de que no era importante mientras la entendiese ella.
Me acerqué para comprobar hasta donde llegaba su desespero.
Tan lejos como el mío, llegaba. Y ya había bebido lo suficiente aquella noche para comprobar que sus ilusiones y los deseos del mundo iban por sendas distintas.
Le dije algo sacado del manual de seducción para casos de urgencia. Me respondió con una respuesta del capitulo de aceptaciones sin entusiasmos excesivos.
En aquellos momentos su voz me recordó el susurro de un pañuelo de seda rozando las alas de un cisne de mármol. Es algo que me sucede con la voz de cualquier mujer a la que desee tumbar desnuda en una cama y me anime con su sonrisa.
Estuve a punto de preguntarle la razón por la que había rechazado al tipo guapo mucho más joven que ella, pero conocía la respuesta y me gustaba, así que no lo hice.
A su lado, en la barra, una mujer joven y atractiva, ataviada con mucho perfume y poca cosa más, que al entrar me había avisado, con la mirada, que si me acercaba avisaría al encargado de echar a los borrachos a la calle, ahora me miraba con afecto.
Son las cosas de la competencia.
Invite a bailar a la mujer que despedía a los tipos guapos más jóvenes que ella.
Mientras bailábamos le pregunté si le gustaría conocer una casa fea con un hombre cariñoso dentro.
-¿Tú eres el hombre?, -me preguntó venciendo su cuerpo contra el mío.
-Si.
-¿Y la casa es muy fea?.
-Mucho, pero si la tuya está mejor podríamos ir allí.
-No, a mi hija no le gustaría, creo que me conformaré con la casa fea siempre que me prometas que el hombre será cariñoso.
Se lo prometí. Acostumbro a serlo. En las relaciones cortas solo los hijos de puta se portan mal.
Cuando, abrazados, entramos en casa, vi por su cara que la fealdad de mi casa había superado sus peores temores. Imagino que fueron las cañerías que surcan el techo. Afortunadamente el concierto de cañerías empieza alrededor de las siete de la mañana.
Me apresuré a sacar la botella de Lagavulin que me había regalado Samuel y le conté el maravilloso plan que tenía pensado para aquella noche.
-Tenemos el mejor whisky, los vasos están limpios, las sabanas acabadas de cambiar y yo me muero de ganas de hacer el amor contigo.
Le pareció bien.
Alabó el whisky.
No se quejó de la limpieza de las sabanas.
Y en un momento de la noche me dijo: -si que eres cariñoso.
No esperaba respuesta porque sin darme tiempo me mordió suavemente los labios y su lengua buscó la mía una vez más.
Por cierto, se llamaba Carmen.
A la mañana siguiente intercambiamos teléfonos.
Estábamos llenos de agradecimiento.
Al empezar la noche estábamos solos, luego, durante unas cuantas horas nos ayudamos a olvidarlo.
Algo muy de agradecer, lo mires como lo mires.
Así que intercambiar teléfonos fue una buena idea. En ocasiones tienes compañía de cama que ni siquiera ha logrado hacerte olvidar que estás solo. Carmen lo logro.
¡Que coño!, un número de teléfono y la posibilidad de que lo use demasiado a menudo es un precio bajo.
Hay ocasiones en que observo mi cara, cada vez más cansada, en el espejo y le digo: Amigo mío, si al despertarte por la mañana encuentras en tu cama a una mujer que no está borracha, o solo lo está moderadamente, alégrate. Tu caché está subiendo.
Estamos hablando de una de esas mañanas.
















NOTICIA DE PRENSA.-
3/05/2011
El Pais.com
Un jefe de la organización mafiosa rusa Medvekovskaya Orekovskaya ha sido detenido en Madrid.
Al detenido se le implica en una treintena de asesinatos, entre ellos el del investigador principal de la fiscalía de Odintsovo.
Dmitry Konstantinovich Belkin, nacido en 1971 en San Petersburgo tiene un curriculum especialmente sanguinario y ha usado, al menos, una quincena de identidades falsas para moverse entre Cataluña y Madrid. Fue detenido en la calle Mercenado junto con su esposa, ella portaba una gran cantidad de dinero encima que justificó diciendo que era para “sus gastos personales”.


NOTICIA DE PRENSA.-
24/09/2011
El País.com
Ha sido detenido en Madrid Ion Clamparu, uno de los mayores traficantes del mundo. Es sospechoso de haber creado a finales de los años noventa una multinacional del crimen entre Rumania, España e Italia con la que ha movido millones de euros, no solo gracias a la prostitución, también con la clonación de tarjetas y otros negocios ilegales.
Vestía elegantemente, conducía coches caros y jamás se relacionaba con los integrantes del submundo de su imperio.