viernes, 20 de septiembre de 2013

             FILOSOFÍA.-

Es un lugar común entre la mayoría de la gente que en nuestra profesión, cuando estamos a punto de cumplir un encargo, -usando el eufemismo más común: entregar el paquete- lo recomendable es dejar la mente en blanco, vaciarla de cualquier consideración, dejar que el cuerpo flote en una suerte de líquido amniótico para que nada interfiera con nuestro trabajo, un trabajo de exquisita precisión.
No es mi caso. Yo, cuando estoy esperando a cumplir un encargo, filosofo, siendo el objeto de mis pensamientos mi propia persona y el mundo que me rodea como un elemento necesario para mi desarrollo.
Quizás filosofar sea un término sumamente pretencioso tratándose de mí. No soy un hombre especialmente dotado para la filosofía, envidio a quienes lo están. No soy un hombre especialmente dotado para nada en concreto, nunca he destacado en disciplina alguna, ni física, -mis perfomances atléticas, siendo caritativo, no pasan de discretas- ni intelectual, -mi coeficiente i se situa en una parca mediocridad. Y si hemos de ser sinceros ni siquiera soy un hombre completamente normal. Como todo ser humano he buscado a lo largo de mi vida, si no la admiración de mis semejantes, su aceptación, su reconocimiento como una entidad perteneciente a la misma ralea. Poco dotado para la actividad física mi tendencia natural ha sido siempre refugiarme en la introspección intelectual, y como he dicho antes no estoy especialmente dotado para ello. Además y desde que comencé a tratar de comunicarme a un nivel profundo con mis semejantes descubrí que me afecta una notoria, desgraciada tartamudez.
Mi tartamudez crea un foso que separa mi mundo del mundo que habitan mis semejantes hasta llegar a un punto en que la forma menos dolorosa de vivir es no dirigir la palabra a nadie, o a la menor cantidad de gente posible y en la menor de las ocasiones posibles.
Mi defecto me separa especialmente de conceptos como la belleza y la generosidad, nociones que acostumbro relacionar con el mundo que existe al otro lado del foso que me separa de mis semejantes. Durante un tiempo pensé que la forma de acercarme a estos conceptos era denostarlos, mancillarlos, sin embargo pronto comprendí que ese era un camino que no me conduciría a ningún lugar deseable, ya que con frecuencia sentía la necesidad de cruzar el muro y llegando al mundo al que no pertenecía firmar con él una especie de armisticio.
Quizás alguno de ustedes piense que estoy exagerando, que mucha gente sufre un defecto en su forma de expresarse y que tal defecto no la lleva a considerar su vida un capitulo separado del resto del mundo. Si, lo es, no tengan la menor duda. Forzosamente debe serlo ya que cuando una persona habla está tendiendo un puente entre su realidad y la de la persona o personas a las que se dirige. El tartamudo cuando después de penosos esfuerzos consigue articular su pensamiento en forma de palabras la realidad a la que se dirige puede, normalmente lo hace, haber cambiado. Han transcurrido unos segundos preciosos durante los cuales el resto del mundo ha vivido una realidad distinta, en el menor de los casos, la realidad del interlocutor del tartamudo ya está contaminada por intereses ajenos a los de su interlocutor. La comunicación nunca será tan completa o satisfactoria como sería de desear.
Antes, he dicho que mi defecto me separa de conceptos como la belleza y la generosidad, sin embargo como ser humano aspiro a la belleza como elemento que me aleje del horror de vivir, y por tanto la busco y cuando la encuentro me refugio en ella. No me refiero a la belleza que acompañada de la pasión o el simple deseo enturbia la mente. Busco la belleza estéril de una gota de lluvia que el sol torna irisada, pendiendo en equilibrio inestable de la punta de una hoja que por efecto de la lluvia brilla con un verde renovado. Me quedo absorto ante la belleza de un retazo de cielo azul recortado por la negrura de unas nubes amenazantes de lluvia. Me siento prendido de la dolorosa belleza de los coletazos de un pez en su agonía mientras busca la vida que solo puede encontrar en el agua. Soy capaz de permanecer inmóvil bajo la lluvia de una tormenta repentina viendo como mientras el cielo grita y llora la gente corre a buscar refugio donde puede, sin importarle el dolor del cielo, o las causas de ese dolor.
No me interesa la belleza fértil de una mujer joven ni la decadencia de la belleza madura contenida en un cuerpo caduco de mujer. La belleza debe ir acompañada de esterilidad, ya lo he dicho, para que pueda apreciarla. Y esa búsqueda de la belleza no es en mi una obsesión o una aspiración intelectual, es más bien una justificación de mi presencia en este mundo. Me refiero, claro está, al mundo de esta parte del muro, el otro, el que está al otro lado del muro me trae sin cuidado, no necesito, por tanto, justificar nada.
Mientras espero pacientemente no puedo evitar sonreír, hay gente que después de toda una vida de convivir con sus propios defectos aun no ha aprendido a soportarse. No es mi caso.
Fumaría gozosamente un cigarrillo, dejaría que mi mirada se prendiese de las formas caprichosas de la espiral de humo azulado que se movería a impulsos del escaso viento que sopla a intervalos irregulares. No puedo hacerlo, eso sin ninguna duda me distraería. Es mejor filosofar, mientras el cerebro urde teorías que me ayudan a comprenderme, el ojo, el oído pueden estar alerta. Aunque de vez en cuando interrumpo mis pensamientos para echar una mirada a la puerta que da paso al hall del hotel, pero mi cliente aun no ha llegado y no puedo entregar el paquete.
Sopla un aire ligero que refresca el ambiente hasta el punto de que siento un poco de frío. No me importa, el frío sin excesos ayuda a mantener la atención, también a pensar.



Mi cliente acaba de aparecer, le acompañan dos tipos grandes con aspecto de guardaespaldas. Son, con absoluta seguridad guardaespaldas, niñeras para gente adulta e importante, gente a quien la sociedad o su propia fortuna necesita proteger. Miran a ambos lados de la calle para asegurarse de que no hay posibilidad de riesgo para el niño adulto al que protegen. Uno de ellos le hace una seña con la cabeza a su compañero indicándole que no hay peligro y que pueden avanzar hacia el coche que les espera a poco más de diez metros. Yo hace rato que tengo el paquete listo para su entrega y diez metros es una eternidad.
Justo en ese momento se enciende el alumbrado publico, visto desde la altura a la que me encuentro, la hilera de luces que marca el trazado de las calles parece un tatuaje sobre la piel de la ciudad. Una imagen de una belleza estéril, como a mi me gusta, pero este no es momento para filosofar, ya no.
El hombre importante viste un elegante abrigo de color negro. Desde esta distancia parece de pelo de camello, siento la tentación de bajar la mira telescópica hacia el abrigo, pero no lo hago. Claro que podría apuntar al corazón pero en esta ocasión no tendré tiempo más que para un disparo y debo buscar la seguridad, me pagan muy bien, no puedo permitirme el menor fallo, así que desisto de entretenerme en detalles banales. Centro el visor de mi rifle en la cabeza del hombre importante, ahora ya no hay filosofía, todo mi mundo se reduce a esta cabeza, desaparece el abrigo y cualquier discrepancia entre mi mundo y el mundo que me rodea. En cuanto apriete el gatillo, -mi dedo ya se curva sobre él causándome un dolor ligero debido a la tensión-, todo el mundo del hombre importante se reducirá a oscuridad teñida de sangre y masa encefálica destruida por la bala.
Bien poca cosa.
Aprieto el gatillo.
http://www.jorgecolomardetectives.com/wp-content/uploads/2011/04/asesino_sueldo.jpgSiento el suave retroceso de la culata del rifle golpeando mi hombro, la sanción definitiva para mi cliente, la aprobación para mi acción. Sin más la respuesta a la acción de apretar el gatillo. Claro que podía haber apuntado a una de las muchas ventanas del edificio que hay detrás del hombre, las posibilidades teóricas son numerosas, casi infinitas. Pero no lo he hecho, he apuntado a su cabeza.
El hombre del abrigo negro que parece de pelo de camello se tambalea ligeramente con una expresión de estúpida ignorancia en su rostro, luego cae hacia atrás ante la sorpresa de sus guardaespaldas que no han escuchado el estampido del disparo, amortiguado por el silenciador de mi rifle de precisión. Antes de buscar, con la mirada dirigida a los alrededores, a un posible agresor, se agachan para mirar a su empleador, aunque su mayor deseo en estos momentos sea buscar refugio, temerosos de que el segundo disparo busque sus órganos vitales, algo que no va a suceder, no hoy al menos. Tardan unos segundos en comprobar que es lo que ha sucedido, una herida en el cerebro no es escandalosa en un primer momento, para el forense ya será otra cosa.
Me apresuro en recoger el rifle y guardarlo en su funda, una maleta que una vez cerrada no se distingue en nada de otra cualquiera y me largo de allí, este no es el mejor momento para ponerse a filosofar.
El mundo acaba de ganar en coherencia.
Una coherencia, sin embargo, fugaz como una bella puesta de sol. Y como todas las puestas de sol sé que no puede durar eternamente.

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1 comentario:

  1. Plas, plas, plas... Bravo, maestro.